Conducir más allá del borde del precipicio



El tiempo y el visionado de películas han ido convenciéndome de que la virtud más necesaria para triunfar en el hampa es mantener la cabeza fría. Ser un cabrón y parecer un bendito, básicamente. Tener la habilidad preciosa de asesinar serenamente. Si eres un gordo pretencioso, de pistolón ostentoso y mafiosas maneras, estás muerto. Siempre habrá uno, más discreto, más silencioso, más callado y mucho más letal. Ése será el que te dé matarile, enterándote o no, según lo quiera él o sus mandones. Ahí tenéis a Michael Corleone, tan calmosamente maligno. O a Tony Soprano, gordo, por cierto: psicótico entrañable y mafioso malnacido.

Lo digo porque anoche asistí, gracias al Club Renoir, al preestreno de Drive, la película dirigida por Nicolas Winding Fern, que ganó el Premio al Mejor Director en el pasado Festival de Cannes. Y esta película sobresaliente y oscura como aceite de motor me confirmó la idea inicial: la carita de Ryan Gosling, que está entre la del tonto del pueblo y la del primo correctito que todos detestamos, no parece la más apropiada para decir “O cierras la boca o te hundo los dientes y te la cierro yo”. Pero lo dice, y lo dice tan bien (o sea, tan fría, tan borde, tan certeramente homicida) que el aludido, un tío que ha dedicado sus horas a robar bancos, que ha perdido a un hermano en una persecución y se ha olvidado de llorarle, hace mutis y vuelve a su taburete.

Ésa es la esencia quietamente brutal de Drive, a la que sólo le sobra el violeta cutre de los créditos. Un conductor especialista de vida vacía y corazón mudo que, durante cinco minutos cada noche, alquila sus habilidades a cualquier integrante de la panoplia criminal de Los Ángeles. Su manejo sereno, su ceño en silencio fruncido y su firmeza profesional le convierten en el mejor. Hasta que una mujer y un niño de padre encarcelado se le cruzan en el descansillo. El corazón, ay, empieza a cantarle cositas bellas y sin casi pestañear se ve enredado en una maraña de mierda y sangre que, en cada recoveco, esconde un recoveco más. Las cosas que se hacen por amor, podría ser un mensaje. Pero también podría ser el contrario: las cosas que el amor le hace a las vidas. Y esa dualidad irónica y distante es la que afila en “Drive” la faz de película grande.

La película, claro, tiene persecuciones, disparos y todas esas cosas. Pero yo no sé de petardos nitengointeréslosiento. La película es rítmica en el sentido pleno y puro de la palabra. Es decir, que no tiene un ritmo único sino varios y bien gestionados. También hay temple, señores, en el cinematógrafo. Ese dominio de los ritmos, acudid al referente que queráis, es el secreto de la acción buena. Por eso últimamente se rueda tanta acción mala. Pero ese señorío de los tiempos no explica por sí sólo la excelencia metálica y profunda de “Drive”; hace falta mirar a una historia (guión de Hossein Amini sobre una novela de James Sallis) tan desnuda como negra, en la literaria acepción del término. Estoy seguro de que a Chandler, al que le vengo debiendo una entrada en el Rincón, le habría gustado esta obra de pesimismo ilusionado: puede que las buenas intenciones no ayuden a sobrevivir, pero a veces son la única manera de vivir.

Memoria de Valle-Inclán


Cuando una noche de insomnio cualquiera, uno descubre que el remedio para liberarse de esa especie de angulosidad que le incomoda en la mente y no le deja cerrar los ojos es ponerse a escribir, suele llevar consigo una nómina, tan larga o corta como lo sea su voracidad lectora, de escritores. En la mía, no muy amplia pero de una irreductible lealtad, Valle-Inclán ha ostentado siempre, como mínimo, una capitanía. Son muchos y variados los criterios que uno sigue para confeccionar ese paraíso referencial que le ayudará en sus búsquedas narrativas: Valle-Inclán entró en mi background antes por su aura novelera que por su escritura.

Era un gallego de eremítico perfil y escarpado talante. Hombre de prole superpoblada y conversación en filo. Fue corresponsal en la Primera Guerra Mundial, viajó a México y perdió un brazo en Madrid, dicen que discutiendo a bastonazos la legitimidad de un duelo. Tenía todo lo exigible para convertirse en uno de mis héroes. Y en eso se convirtió efectivamente. Un poco después leí Luces de bohemia y su lírica exploración de lo maldito transformó para siempre mi escala de heroicidades. El periplo de ese escritor ciego y miserable que es Max Estrella no sólo era una radiografía de España, sino un manifiesto de estilo. Dicen que inaugura y quintaesencia el ‘esperpento’. No lo sé. Sí sé que Luces…es una alquimia irrepetible de tierno y oscuro lirismo.

Evidentemente, no pude quedarme ahí. Corrí a la biblioteca y rebusqué hasta encontrar unas Obras completas. Eran dos volúmenes grisamarillos de Espasa, sólidamente contundentes. 5.000 páginas del ala. Dejé a un lado la poesía. Era verano. El último verano que viví con la suave libertad de los niños. Lo dediqué entero a Valle-Inclán y cuando levanté mis ojos de su prosa y su teatro, dos meses y medio después, mi escritura había quedado transformada para siempre. Encontré leyendo a Valle-Inclán esa veta creativa en la que mi inquietud estilística podía encontrar mayor acomodo. Supe que mi voluntad y mi manera de trabajar con el castellano tenían un refugio en aquella ‘casa’ que Umbral (otro de mis corazones) definió como “aquella que consiste en contar las cosas como sabemos que no han sido”.

Femeninas y Epitalamio, tan bellas como juvenilmente imperfectas, son el germen de la fronda valle-inclanesca que empieza a consolidarse en Jardín Umbrío, ese magnífico abanico de relatos que veo últimamente en las manos de un amigo, tratado con una indiferencia inconsciente. Flor de santidad le da a la ruralidad literaria un nuevo nervio de luz y profundidad. Pero nada a la altura de las Sonatas como empresa narrativa y edificio estilístico. Ese Marqués de Bradomín crepuscular y dandy es uno de los mejores personajes creados en la historia de la literatura española, y uno de los personajes mejor creados. Su andanza sensual y palaciega la convierte Valle-Inclán en una inmortal cima de belleza. En las Sonatas vibra tan fuerte que hasta zumba ese compromiso artístico que aspira a que la forma y el fondo no se contradigan.

Ese mismo planteamiento es el que preside las que, para mí, son las otras dos grandes obras de Valle. La trilogía sobre la Guerra Carlista y Tirano Banderas. En la primera, tres libros fantásticos en el más puro sentido de la palabra, en los que la prosa se embarra y se oscurece, se torna montaraz pero no pierde su potencia. El verbo y el adjetivo siguen disparando belleza en cada frase. Tirano Banderas representa, afirman, uno de los mejores ejemplos de ‘literatura del dictador’. Para mí, la exploración que en esa obra hace Valle-Inclán de la carne de la tiranía termina de coronarle en la genialidad.

Este año que acaba se han cumplido 75 años de la muerte de Valle-Inclán. Como no existe mejor homenaje a un escritor que leer su obra, así he querido contribuir a su memoria. Perdonad que me haya mezclado con el texto, pero tenía que hacerlo.

La voluntad y el escrúpulo



Los que conocen (y sufren) mi carácter pendenciero, saben que una de mis grescas predilectas es la de combatir la idea, tan arraigada como inane, de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Supongo que me llevan al combate una cierta confianza arrogante en los hombres y el convencimiento de que hemos mejorado mucho en todo. Lo políticamente correcto, supongo, hubiese sido decir ‘prácticamente en todo’, pero qué os voy a decir, en fin, de mi aprecio por ese tipo de corrección. Sin embargo, tengo que haceros hoy una confesión. Y es que la obra de algunos clásicos hace que flaquee mi convicción de que nuestra senda es progresiva…

Uno de esos es Shakespeare. Nadie ha portado un candil tan luminoso en su recorrido por el laberinto humano. Nadie como él ha manejado la palabra en bisturí. Nadie ha construido tanta universalidad. Hace poco me acerqué con H. a los Teatros del Canal: era el estreno del “Macbeth” de Helena Pimenta y Ur Teatro, un osado maridaje de lo viejo y lo nuevo que tiene como resultado un inteligente tempo, una exploración lúcida y una potencia entre épica y melancólica que puramente respeta el texto y puramente lo ensancha. Os recomiendo la obra, y aquí os dejo una crítica más en profundidad por si no os fiáis de mí.

Macbeth es la mejor intriga política que se ha escrito jamás. Y es así porque se construye, opino yo, sobre la más acertada definición de ‘política’ que pueda aventurarse: el escenario predilecto de la complejidad del hombre. Comprendo que penséis que estoy ligeramente obsesionado con esta idea, porque es verdad que lo estoy. Pero Macbeth, como Hamlet o como Ricardo III, no hacen sino confirmar mi tesis. Si la política atorbellina tanta pasión y tanto asco es porque no es más que pura pulpa nuestra. La historia de ese general victorioso entregado a la tarea fascinante de devorarse mientras cree engrandecerse es tan inmoderadamente honda que le deja a uno la mirada entristecida.

Macbeth nos pone sin biombo ante la fatal estela del poder desmesurado. Certifica la podredumbre de todo totalitarismo, no mostrando su acción (aunque también), sino su pellejo. Mostrando la cochambre moral y sanguinolenta que lo construye y lo vertebra. Macbeth, en forma de un MacDuff, enseña también el precio de muerte que tiene sostener la integridad. Y, por lo tanto, su valor y su mérito. La llanísima facilidad con que un sistema puede ser desmoronado por una voluntad desbridada. Pero, también, la firme y exhaustiva y desagradecida lucha de quienes defienden el escrúpulo.


Chocan dos trenes sin faro


El pasado verano, en Berlín y de camino a un museo contemporáneo, mantuve con un amigo una conversación sobre la problemática relación que mantenemos en España con la Guerra Civil de 1936, sobre lo difícil que nos resulta gestionar su memoria plural y dolorosa. Quizás fue una de esas conversaciones intrascendentes, que nacen en los ratos muertos con más ambición que posibilidades de sobrevivir, pero a mí no se me ha olvidado. Era una conversación oportuna, no sólo porque por aquellos días se cumplían setenta y cinco años del estallido, sino porque estábamos en Berlín, tan rigurosamente ejemplar en el intimaje con un pasado de sangre e ignominia. A los dos nos parecía que Berlín, transida de contemporaneidad por todas partes, había sabido construirse en concordia relativa con su ajetreo reciente y muy reciente. Mi amigo, si no recuerdo mal, confiaba en la exportabilidad del modelo berlinés a la guerra de España. Yo, aún de acuerdo con su anhelo y su objetivo, observaba lagunas en el plan. Y esas lagunas me ponían triste.



Recuperé parte de mi proverbial (ja) felicidad unos días después, ya en Madrid. Fue al empezar y terminar de leer Por qué el 18 de julio…Y después, de Julio Aróstegui. Es un libro grande y rojo, editado por Flor del Viento en 2006, en el setenta aniversario de la guerra. El autor Aróstegui tiene una trayectoria tan larga que a mí, hostil casi siempre a la pormenorización, me aburriría contaros. Baste decir que es Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid y que dirige también la Cátedra Extraordinaria para la Memoria Histórica del siglo XX. Tiene tanto prestigio como merece su inteligencia y su trabajo. Tiene también fama de obsesivo espeleólogo de fuentes, y ésa es virtud de mucha alabanza entre los historiadores. Mucho de ese fervor documentativo y fontal impregna Por qué el 18 de julio…Y después, que aparece plagado de citas, referencias, llamados y demás artillería. El libro no es una historia de la Guerra Civil ni pretende serlo, aunque eso fuese quizás lo más sencillo. Por qué el 18 de julio…es una exploración de las causas que provocaron la sublevación militar y la guerra posteriormente.

Esta pretensión de explorar las causas, que puede tener en el reverso una amplia y rica discusión historiográfica, le prometía buenos ratos a mi optimismo esquivo. Y así fue. Nunca me ha interesado especialmente la Guerra Civil, quizás por algo así como una saturación prenatal; pero me consta que frecuentan este Rincón gentes que le han dedicado esfuerzo, tiempo e inteligencia. Ellos sabrán comentar con más exactitud, y claramente les invito, qué de bueno y qué de malo tiene el libro de Aróstegui. Yo me quedo, digan lo que digan, con la interpretación que me devolvió una pizca de esperanza. Podría quedarme con una Introducción inteligente, desmitificadora y valiente. Pero me quedo con esta tesis vertebral: la guerra civil fue la colisión de dos incapacidades. Se produjo porque ninguno de los dos bandos tuvo lo necesario para imponerse al otro. Fue algo así como la colisión de madrugada entre dos trenes sin faro y sin freno. Ni los sublevados fueron capaces de generalizar e imponer su rebeldía ni la República fue capaz de salvaguardar sur murallas y su legalidad.

No es sólo que la interpretación, además de parecer históricamente acertada, posea una especie de faz literaria que me la hace, ay, irresistible. Es, también, que está cargada de futuro. Sobre la certeza desapasionada de que el mal es tan poco exigente con su morada que puede habitar en cualquier sitio, puede adoptarse una mirada lúcida sobre el pasado, por más amargo que éste sea. Quizás ésta sea la capital tarea de la Historia: trabajar en la reconciliación de los hombres con su pasado…de hombres.

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P.S. Me he propuesto darle a este Rincón una mayor periodicidad. Dejar que entre en él más vida, como diría Jabois. No es una promesa, pero sí una amenaza: trataré de que haya más entradas y trataré, como siempre, de que sean mejores. Pero también se me ocurre un juego, que puede resultar interesante: si crees que hay un tema que debería ser tratado en el Rincón Insolente, no dudes en proponérmelo. Puedes hacerlo aquí, en cualquiera de los idiomas del orbe. Ya me encargaré yo de malentenderte.

Quiá: El mundo se creó en tres días


El mundo lo creó Arcadi Espada. En tres días y en dos habitaciones. Pim, pam, vualá: el mundo. Desde hace un tiempo, Espada dirige Ibercrea, la entente de varias entidades de gestión de derechos de propiedad intelectual. Tras la caída de Factual, que viví con la peor de las amarguras, y tras ser despedido de la Pompeu Fabra después de casi dos décadas de magisterio, ésta de Ibercrea puede ser empresa que afonde su faz institucional. No sé si le irá bien a su prosa, y, sobre todo, a su poesía, pero no importa eso ahora. Arcadi no es el tema. O sí. Porque netamente arcadiana era la médula de “La creación del mundo”, un ciclo de conferencias que, teniendo en cuenta los estragos preelectorales, probablemente fue durante tres días foco activo y solitario de inteligencia en España.

Lo sé porque estuve allí, con mi sueño, mi sed y mi tablet. Porque estuve allí sé, blasfemo de mí, que el mundo puede crearse en tres días y que Dios, por eso, no es sino un procrastinador impenitente y laxo, incapaz incluso de lograr que todos nos le creamos. “La creación del mundo” mostraba una clarísima estructura tripartita. En lo temprano del día, la teoría afilada y angloparlante que ha de vertebrar la acción toda. Apurado el café, algo más prosaico y batallante: la discusión de una Ley de Propiedad Intelectual para los españoles. Escarpada sima, como barruntaréis. Y por la tarde, la pedagogía por el ejemplo. ¿Que cómo se crea? Así. Y en el estrado un Savater, un Adriá o un Boadella, entre otros varios. Todos ejemplo de la más geniuda y vigorizante creatividad.


Inicio de la conferencia de Patricia Churchland

Inauguró la obra Patricia Churchland, neurofilósofa que trabaja en la universidad de San Diego. Sostiene, con entereza y aguerrida lucidez, que la filosofía no puede caminar a ninguna parte si ignora su tren inferior: la neurociencia. Realizó una travesía por las funciones creativas del cerebro que tuvo la hondura precisa en un discurso que aspira a crear el mundo transformándolo, arrojando luz sobre la inevitable cópula entre la neurona y la ética. Por esa línea transitó al día siguiente la conferencia de Julian Baggini, empeñado en, como diría Savater más tarde, meter la filosofía, con su aparejo de dudas, en la cabeza de la gente sedienta de seguridades. Baggini habló de la construcción de valores como la principal creatividad humana, citó a la Thatcher, indicó la veta totalitaria de algunos vocingleros de la libertad y dejó tras de sí un aura de esperanza responsable. Stephen Vizinczey, después de él, también defendió la esperanza. Aunque su charla combinó recuerdos amargos con llamamientos legislativos, su mano aferrada en firme a la literatura exigente es una postura esperanzada: pueden los hombres aprender a leer. El viernes se habló de periodismo, tecnología y sociedad. Pero yo me ausenté, y lo siento.

Las mesas redondas para debatir la ley intelectual que los españoles merecen no se fundaron sobre la nada. Eran fruto del trabajo adelantado en reuniones anteriores. Quizás por eso tenían los argumentos esa nítida definición tan difícil de alcanzar cuando es la primera vez que se los pare. Por eso, o por la necesidad. Representantes políticos y representantes de los creadores intercambiaron cansancios y esperanzas. Que no haya una Ley todavía para suplir la obsolescencia evidente de la presente; que España siga siendo ese paisaje júnglico en el que cada quien se busca las bananas como quiere. La insistencia en que es posible que la sociedad disfrute la cultura sin desterrar a la miseria a los que la crean; no sólo posible, sino necesario, para que sigan creándola. Alguna condena hubo a ese cáncer sistémico que es creer que ‘todo es gratis’, en lo virtual y en lo otro. Lo que es peor todavía: creer que nada vale aquello por lo que nada pago. Estas modernas estupideces.


Ginés Morata, explicando cómo se hace el ala de una mosca

Por la tarde tocaba arremangarse. Lo hizo el biólogo Ginés Morata para explicar la biología molecular en ritmo alegre y talante rigurosamente divertido. Lo hizo Sami Abid, inventor tunecino de ingenio encendido y templadísima visión empresarial. Lo hizo, magistralmente, Sabino Méndez, perdido y fascinado entre los pliegues del sonido para forjar canciones hímnicas y memorables. David Trueba quiso explicar cómo se hace cine con palabras, y mostró virtudes varias mientras lo hacía: no la menos importante fue citar, ilustrativamente, a Azcona y Berlanga. Albert Boadella tenía por tarea explicar la creación del teatro y el catalán exiliado por inteligente puso sobre la tarima su heterodoxia, su rebeldía y también su artesanía dramatúrgica. Fernando Savater comparó la filosofía con la Dama de la Guadaña, celebró su tendencia a crear dudas y puso su tiempo, sea eso lo que quiera que sea, en manos del respetable, en casi una hora de conversación. Ferrán Adriá, juguetón con una naranja, me recordó aquella definición genial que diera Umbral de Einstein: ‘Un genio en calzoncillos’. La humildad del cocinero, su emoción inexplicable, la profundísima revolución que esconde su verbo atropellado y su afán batallador para lograr que a España se le reconozca, de una vez y para siempre, la autoría de un salto cualitativo.


Ferrán Adriá.

Al ir a entrar en una de estas ‘Cómo se hace’ escuché una idea: “Pareciera, por lo que han dicho estos hombres estos días, que todo es caos”. No estaba de acuerdo, y me callé. Pero lo digo aquí: todo lo contrario. Lo que se saca en claro de “La creación del mundo” es que puede que haya marasmo en el comienzo, pero la aventura de la humanidad es su esforzado impulso por superarlo poco a poco. Os cuento todo esto para que estéis atentos de esta página: dentro de unos días, podréis asistir a “La creación del mundo”. No creo que el diferido le reste brillo al asunto.

7.000 mil millones de problemas, dicen


El lunes pasado, abrió los ojos por primera vez al mundo la niña Danica May Camacho. Nació en un hospital público de Manila y fue definida por la ONU, tan azarosamente como cae una hoja sobre el asfalto, como “la niña 7.000 millones”. La discrecionalidad con que el mamut internacional llevó a cabo su decisión desencadenó una competición, seguramente edificante en otro orden moral: países sacudiendo del tobillo a sus neonatos, como piezas de caza. Rusia gritaba ‘¡Nuestro Vladimir es el 7.000 millones!’, mientras en La India elegían cinco niñas y en República Dominicana seleccionaban a Charleny Mota, nacida de una adolescente de 16 años que recibirá piso y empleo. Las televisiones, por supuesto, se sumaron a la fiesta y la noticia del nacimiento del ser humano 7.000 millones les llegó a muchos televidentes en forma de gymkana natalicia.

Asistí estupefacto al espectáculo. Abrevé en los periódicos, y en ellos encontré algunas razones para quebrar ese estupor; pero hallé otras que me movieron al disentimiento. Todos los artículos rendidos al asunto desprendían un cierto aroma ramplón y tembloroso. ‘¡7.000 mil millones, oh my god!’, parecían musitar bajo la sábana. Qué digo musitar: todos gritaban ‘Somos demasiados’. La cifra es imponente, desde luego. Y lo es más cuanto más se avanza en las proyecciones, a pesar del preservativo racional que éstas merecen. Pero no me parece que deban mover al miedo, sino al orgullo. Somos una especie (yo me siento humano en los ratos en que no me siento marciano) capaz de triunfar no sólo sobre las demás, sino sobre sí misma. Capaz de triunfar sobre la muerte. Danica, Charleny o Vladimir son la tierna constatación de ese triunfo fundamental: las huestes de la vida crecen más que las de la muerte. Y yo me alegro.

Geométrico: 1, 2, 4, 8, 16...
Aritmético: 1, 2, 3, 4, 5...

Pero no es el desprecio a esta epopeya humana por la supervivencia lo que imprime la paura a los discursos. Es, precisamente, el cariz victorioso que esta epopeya no deja de cobrar. Lo que mueve al pánico es el futuro, la desconfianza antiempírica en la capacidad de los humanos para seguir haciendo lo que han hecho hasta ahora: asegurar su supervivencia y hasta hacer gastronomía. Todos estos discursos del ‘terror demográfico’ tienen un gurú antañón y pesimista: Robert Malthus, con su teoría sobre el callejón sin salida del crecimiento poblacional geométrico y el crecimiento productivo aritmético. Muchos han venido después del inglés decimonónico, y todos han pretendido ignorar la refutación práctica de su doctrina que los humanos hemos llevado a cabo discontinua pero implacablemente. La nuez de esa doctrina fallida se halla hoy dispersa en discursos ecologistas de pelaje vario pero que comparten dos elementos: el anticapitalismo y la economía del decrecimiento.

La preocupación fundamental de estas corrientes es fácilmente localizable: desconfían de la capacidad del planeta para alimentar tantos habitantes. Y apuestan por la reducción de las sociedades (en todo término, también demográfico) y por el derribo del capitalismo. El miedo que balbucea en los artículos de que os hablo es deudor, consciente o inconsciente, en todo caso, adolescente, de este postulado doble. Y es deudor también de su cortocircuito ideológico-práctico. El que resulta de proponer como solución a un problema mal diagnosticado la destrucción del sistema que más éxito ha tenido en la búsqueda de recetas para hacerle frente a ese problema. Del cortocircuito ético sobre el que descansa la economía del decrecimiento mejor hablamos otro día, que ahora tengo que ir a cazar mi cena.


Es viernes noche en Dillon, Texas... (y II)


Me parece que la valía rotunda de FNL tiene una causa clara: es una serie de personajes. ¿De personajes una serie sobre un equipo de fútbol americano? Efectivamente. Suele pensarse que el deporte en equipo tiende a anular la individualidad para favorecer los engranajes de la colectividad. Me parece un pensamiento equivocado. La colectividad se refuerza no anulando la individualidad de sus componentes, sino tratando de armonizar las mejores virtudes de cada uno de ellos. Este planteamiento es el que aplica el coach Taylor en su dirección de los Panthers y el que los creadores imprimen a la serie para convertirla en lo que toda obra artística debe ser: un espejo de lo humano.


El primer personaje clave de la serie me parece que es el propio Dillon. Un pueblo tan ficticio como reconociblemente tejano. Mediano en su tamaño y sus aspiraciones, una mancha de ‘urbanidad’ asediada por la naturaleza en derredor. Dillon tiene todas las características para acoger una sociedad dispersa, tenuemente interactiva. Pero Dillon tiene también una obsesión que es su amalgama: el fútbol americano. Los Dillon Panthers son el elemento sobre el que gravita el 99% de la actividad social del pueblo. Eso convierte a Dillon en una bestia. Literalmente. Capaz de auparte a la invencibilidad si las cosas funcionan, pero capaz también de devorarte (en todos los sentidos posibles) si los resultados no acompañan. Es, sin embargo, una bestia entrañable a la que todos echan de menos cuando se alejan.

Eric Taylor es el personaje humano sobre el que se construye la serie. Serio, austero, diligente. Tiene ante sí una temible tarea: gestionar una ilusión, la ilusión de ese Dillon avasallante por su equipo, capaz de tocar la gloria en el brazo de Street. Pero Street se parte la espalda, la ilusión se degrada con el crujido y el equipo sale a buscar olvido. Les duele hasta en los ojos la imagen de su mariscal mesando el césped. El único que se queda es Taylor, que siempre se queda. Con su lema genial: Clear eyes, full hearts. Can’t lose! Y es Taylor, uno de esos genios de palabra corta y profunda acción, el que reconstruye el sueño. Pieza por pieza, jugador por jugador. Hasta la victoria, que no tiene tanto que ver con el deporte como con la vida. Taylor es tan perfecto que hasta tiene momentos de imperfección.

Pero Taylor no podría haberlo hecho solo. Su triunfo en la empresa de cabalgar ordenadamente sobre las tornadizas aspiraciones dillonianas le debe mucho a Matt Sarracen. Un chico callado, tímido, instrospectivo, de verbo entrecortado y carisma en fuga. Pero con valor. Un valor forjado en el abandono de la madre y la ausencia del padre. Un valor afilado en el ejercicio de ser hombre cuando se es solamente un niñato. Sarracen, sin un aspaviento de debilidad o presunción, asume su carga y avanza. Cuida de su abuela (que merece una entrada para ella sola, tan fantástica), se convierte en la órbita del equipo. No es un genio deportivo, pero tiene la fortaleza suficiente para aguantar la insidiosa comparación con el héroe caído mientras se liga a la hija del entrenador (otro personaje interesante y complejo) y construye con ella una relación romántica tan potente que apenas les hace falta almíbar.

Hay, por supuesto, otros personajes. Tami Taylor, a la que el título de ‘esposa del entrenador’ se le queda manifiestamente corto. Landry Clark, escudero de Sarracen, tan feo como inteligente, tan racional como enamoradizo. Tyra Colette, cuya mente y corazón desprecian el predestino de macho alfa y estriptís a que parece abocarla su bello cuerpecito y su desinteligente mamá. O está, no se me olvida, Tim Riggins: un personaje probablemente concebido para afianzar el target de adolescentes femeninas que acaba convirtiéndose en la más interesante lección de nobleza, valentía y ruda bonhomía que recuerdo haber visto en mucho tiempo. Si exceptuamos a Toby Ziegler, del que ya os hablaré cuando regrese a la Biblia del arte en tele: El Ala Oeste.


Es viernes noche en Dillon, Texas... (I)



… y todo el pueblo está en el estadio. Ahora que la temporada televisiva (estadounidense, of course) carga ya con algunos cadáveres a sus espaldas, creo que es un buen momento para recordar una gran serie: Friday Night Lights. Quitad, ignorantes, esa cara de extrañeza. Friday Night Lights se emitió en la cadena estadounidense NBC desde octubre de 2006 hasta julio de este año que se nos despide amarillándose. Cinco temporadas; 76 episodios. Premios a gogo. Y una interesantísima trayectoria televisiva. ¿Que todavía no os he contado de qué va? Joder, qué despiste. Ahora si eso.

Uno de los más fascinantes espectáculos del mundo es, para mí, el del error pontificando. La displicente mirada de la idiocia masticando uvas en la cátedra. Tuve oportunidad de verlo cuando se estrenó FNL. “Puagh, otra serie de adolescentes deportistas”, dijeron muchos perezosamente. Después cambiaron de opinión, claro, y solamente les faltó escribirle canciones al coach Eric Taylor. A muchos de esos muchos les valió el perdón la enmienda. Bien está, pero no el mío. Antes de su error estaba un episodio piloto de impecable factura y superficie. Cualquier equivocación ante aquello era un insulto. Como escupir ‘Sí, está bien’, ante El Padrino, o así.

Se dejaron engañar por lo evidente. Friday Night Lights parecía una serie sobre jóvenes americanos jugando al fútbol americano. Friday Night Lights parecía el paraíso de la hormona y la cheerleader. Friday Night Lights parecía un nicho más de la adolescencia llorona y perdis. Quiá, parecía, parecía. Friday Night Lights se levanta, desde el minuto 33 de su metraje, como una transgresión extrema. Esa escena, en la que el héroe yace quebrado en la yarda 38, define a FNL como una creación insolente. Como la reformulación de todo un género (el del cine de deportes, y no es exagerado lo de ‘cine’) y su reconstrucción con materiales más humanos por menos maniqueos.

La grandeza de FNL crece cuando se avanza a través de sus tramas y sigue sin aparecer la autocompasión, el buenismo o la llorera. FNL se construye magníficamente en el espacio, tan inmenso y tan mínimo, que hay entre un héroe y un minusválido. Pero se hace más magnífica todavía cuando anuncia su pretensión de no seguir la trayectoria de la silla, sino de escuchar el ruido de las ruedas en el rostro de los que la ven marchar. Voy a tener que dedicarle más entradas a esta serie y, como conozco a mi audiencia, sé que no me hace falta decir que también hay pivones y pivonas en la serie para mantener vuestra atención y dosificar vuestra paciencia.


 P.S. Una de las cosas que le debo a Friday Night Lights es mi afición por el fútbol americano, un deporte que supe concebido a mi medida cuando supe que es, en esencia, un engranaje de estrategia y táctica. Pero, de deportes, seguro que os habla mucho mejor este señor.

El luto de una manzana




Me enteré de la muerte de Steve Jobs a las tres de la madrugada. Por un twitter, escueto y lívido, de The New York Times: NYT NEWS ALERT: Steven P. Jobs, Co-Founder of Apple, Dies. Voceé la noticia instintivamente, cuando la cascada de reacciones comenzaba a vigorizarse. Esta mañana, ésta era ya imparable. Y reveladora. La muerte de Jobs ha sido tratada con los honores que los papeles solían reservar a los protagonistas excelsos de una época.  Jobs lo ha sido. Y su rostro enjuto, su mirada acerina, su levedad profética reina hoy en todas las portadas del mundo. Un mundo que debe mucho de su actual definición (y callen los pesimistas cobardicas) al señor de San Francisco.

Sólo he manejado un Mac dos días de mi vida y me costó una bronca con irlandés estúpido. He disfrutado de Dylan en un iPod prestado. He visto solamente de reojo la magnífica suavidad líquida del iPhone. He odiado profunda y sumariamente a todo aquel que ha presumido de iPad ante mi rostro. No he poseído ninguno de los aparatos ideados por Apple; pero no pienso dejar que ese tonto detalle coarte mi lamento ni mi pena. Sentí anoche que moría el artífice de una era, y compartí tan rápido su muerte porque necesitaba compañía en mi desconsuelo. Y no entiende el desconsuelo de protocolos ni de clubes exclusivos.

Las creaciones de Jobs le han hecho merecedor de todo tipo de adjetivos. Esa mirada azul, limpia y tensa: visionario. Tres días de barba gris en la mejilla, el cráneo pelado y brillante: profeta. El verbo despierto, la sonrisa amplia, una ambición trabajadora y empeñada: genio. Quiero sumar otro adjetivo a la lista. Menos espectacular, menos brillante quizás. Pero a mí me parece que ha muerto un empresario de los sueños. Un hombre transido a partes iguales de pasión y raciocinio, que emprendió y brilló en la magna tarea de forjar belleza esculpiendo en la fría eficacia exacta de la tecnología.

De cómo se explora un árbol




La hiperactividad cinéfila reflejada en El Rincón Insolente estos últimos días se debe fundamentalmente a una propuesta comercial inteligente y, por lo visto, exitosa. La Fiesta del Cine te permitía, con una acreditación bastante poco exigente, ver cualquier película que quisieras, a la hora que quisieras, por sólo 2 euros. Aproveché, como se suele decir.

El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011)

            Hay películas (como frases, libros o canciones) que te agarran de las solapas del inexistente traje y te dejan temblando, llorando, riendo o cualquiera de esas cosas que hacemos los sensibles. Hay otras (también frases, libros, canciones) que te esbaratan (como diría Morante) con sólo mirarte. Con sólo dejarse mirar. El árbol de la vida campea en esta categoría segunda. A Malick no le hace falta más que un manojo de escenas para iluminarte el tuétano. Ni un tirón, ni un mal gesto, ni una (de momento) mala voz. Sólo cine, pulcro y precioso. ¿Qué pasa cuando ésto pasa? Pasa que, frenéticos y ojipláticos, nos ponemos a buscar metáforas. ‘Poesía’ y ‘sinfonía’ son las dos que predominan entre los papeles tributados a El árbol…. No problemo. Yo soy, lo saben quienes me conocen, un partidario hasta feroz de las metáforas. Pero no en esta ocasión.
            ¿Por qué? Porque la película de Malick es ya una metáfora. Con la potencia suficiente como para merecerse el respeto del lenguaje desadornado. Acierta Vicrobach en su Sueños. Ext. Día (donde se puede leer de cine más y mejor que aquí) al decir que el tejano pretende contarnos, nada más, la mayor historia que puede ser contada. La vida. El acierto esencial de la película, con todo, no está en ese objetivo, sino en el ímpetu con que se afronta su consecución. En la sutilísima profundidad que se precisa para convertir a una familia en compendio de lo humano. (La mandíbula cuadrada de un maduro Pitt y la algarabía petirroja de Jessica Chastain, pienso, son la concreción sólida y ágil de dos universales: civilización y naturaleza, orden y libertad, compostura y sentimiento). En la valentía preciosista que requiere toda meta elevada: penetrar lo trascendente (algunos dicen religión; no diría yo tan poco) a través de lo más netamente cotidiano. En la esperanzadora lucidez de un cineasta que testimonia con su trabajo último la pervivencia de esa ambición que termina por ensanchar los límites del cine.
            El árbol de la vida exige un sitio destacado en la historia del cine y lo hace con merecimiento; con ella, se desbroza en parte esa senda últimamente infrecuentada que conduce a la neta reflexión valiosa. Su trasfondo filosófico, pues, la define como punto de inflexión, pero le adornan más medallas. Por ejemplo, la tensa sutileza de una historia que sería grande aún sin poso metafísico: recuerdo y remordimiento. O la perfección inmaculada con la que está retratada la camaradería adusta que enlaza a los niños de por vida. O la limpieza con la que cada mirada y cada frase tiene exactamente el peso y la largura que ha de tener para significar exactamente lo que tiene que significar. El aquilatamiento de su simbolismo. Leí que Penn, al ver el montaje, se rasgó las vestiduras. “Me ha cortado. No la entiendo”. ¿Hay que entenderla? Tanto como entendamos la vida.


Almodóvar, las oportunidades y un pijama color carne

La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011)

La imponente campaña publicitaria y mediática de la que se ha visto precedida presentó esta película como la más oscura jamás rodada por Pedro Almodóvar, como la cinta que inaugura la madurez cinematográfica del manchego, como su más peligrosa excursión, por ser al fondo oscurísimo de un pozo. Todo trola. La piel que habito es una de las peores películas que he visto en los últimos tiempos (me recordó al verla a Vicky Cristina Barcelona, no porque se parezcan en nada, sino porque representan un igual tipo de desfase: expectativas y ejecución) y no es ni mucho menos la mejor de Almodóvar. No he visto Pa negre y no tengo por costumbre embarrarme en debates mierdosos, pero sí sé que La piel que habito no merece representar a España en los Óscar.

            El cine es nada menos que una sucesión de oportunidades. Y creo que el talento consiste en aprovecharlas. Una oportunidad es una idea. Una historia. Es una anécdota. Es un guión. Un plano o una mirada. Es un actor o una actriz. El buen cine es una sucesión de oportunidades apuradas en la persecución de un objetivo: narrar con la mayor potencia posible. Comprenderéis por esto que la peor crítica que pueda hacerle yo a una película es decir de ella que es una oportunidad perdida. La piel que habito es una oportunidad perdida. Es una oportunidad perdida por Almodóvar para ser realmente todo eso que la propaganda vociferaba que había llegado a ser. Una oportunidad para demostrar que es capaz de abandonar la confortabilidad de sus tics y manierismos, capaz de explorar dentro de sí más allá de la pose con la que ha triunfado, capaz de articular un discurso profundo, y no pretendidamente profundo.


            La piel que habito (título genial, por cierto), es una oportunidad perdida también porque Almodóvar desaprovecha en ella dos elementos que muy pocos cineastas suelen tener al mismo tiempo: una historia y una interpretación. La historia de un Ledgard, cirujano y psicópata, vengador extremo, es una historia profunda y tenebrosa, turbadora exploración de los quistes del espíritu. Una gran historia, que Almodóvar dilapida en el altar de su intuición: frivolidad, gratuidad, carnavalismo, pátina. Una gran historia que Almodóvar, y mirad que es triste esto, sacrifica al someterla a sus pretensiones. La interpretación es la de Elena Anaya, que logra probablemente lo contrario de lo que quería conseguir: cada uno de sus gestos y palabras, de medida contundente, de potencia silenciosa, no defienden la película, sino que la descubren. La perfecta economía de su interpretación ridiculiza el perfecto despilfarro torpe de la película. Su trabajo magnífico rasga violentamente el pijama color carne que le había diseñado Almodóvar.


¿Siglo de inaguración terrible?


Hace unos pocos días se cumplieron diez años del ataque a las Torres Gemelas del World Trade Center neoyorquino. Diez años de la mayor masacre terrorista de la Historia. No sólo por los muertos. Más allá de ellos, el 11-S fue una ‘performance’ asesina. Un espectáculo de muerte y fuego. Una fogata sacrificial en el corazón del Imperio, dicho en retórica asquerosa. Los actos de conmemoración no se han celebrado sólo en Estados Unidos, sino también en buena parte de Europa, de uno u otro modo. Algunos han escrito que ésta ha sido la última vez que Estados Unidos conmemorará la fecha con tanta pompa y cobertura. Bien está para mí, que nunca he terminado de comprender (y no me toméis por un ingenuo) el fundamento de ese tipo de actos. Tengo que admitir ante vosotros, sin embargo, que la conmemoración de los diez años ha dejado algunas aproximaciones interesantes a lo que significó aquel día. Históricamente hablando.



            Un ejemplo es el especial que el suplemento cultural del diario El Mundo le ha dedicado esta semana al 11 de Septiembre. Más en concreto, la pieza 11-S,¿el día que cambió el mundo?, en la que varios intelectuales (Espada, de Azúa, Sotelo, Avilés, Charles Powell) debaten sobre la profundidad de los cambios provocados por la masacre en el mundo en que vivimos y sobre algunas cuestiones aledañas. La interrogación sobre el papel del 11-S en la configuración de nuestro orden es una interrogación grave. Charles Powell y Arcadi Espada presentan argumentaciones diferenciadas pero concurrentes: se han exagerado los efectos que la masacre de Nueva York ha tenido sobre la configuración del mundo contemporáneo. Juan Avilés discrepa relativamente: los ataques tuvieron efectos transformadores, mas sobre un campo limitado: el de la percepción del terror. En todo lo demás, escasa huella.

            No comparto, disculpen la insolencia, sus conclusiones sobre el tema. Como contemporaneísta en proyecto, el 11 de Septiembre me ha interesado con frecuencia y con intensidad. A mi capote, el hundimiento de las Torres Gemelas sí constituye una transformación lo suficientemente profunda como para ser caracterizada de ‘refundación’. Veo en el 11-S el pórtico, televisivamente letal, del siglo XXI que transitamos. No soy, aunque os engañe mi mal carácter, un pesimista y no es mi intención lloriquear sobre el final, snif, que nos espera con tal principio. Señalo sólo que el 11-S cambió el mundo. Y apunto que el cambio no es necesariamente malo, aunque venga de la mano de la muerte. Las interrogaciones del título sólo están porque me ablando a veces y contemporizo con la hipotética discrepancia…

            Powell argumenta que el impacto económico del 11-S fue escaso, y a mí me parece que esa es una argumentación de vista corta. ¿Escaso? Quizás la reorganización de todo un sistema geopolítico, la contracción acusada del sector turístico, la inauguración de un período de inestabilidad financiera, la implementación de sistemas de seguridad nuevos y más exhaustivos en todo el mundo merezcan el calificativo de ‘impacto económico escaso’. Yo, desde luego, buscaría otro adjetivo. Tampoco estoy de acuerdo con Espada, y creedme que me cuesta discrepar de él. Advierto la inteligencia de su teoría sobre la dimensión simbólica pero no transformadora de actos como el del 11 de Septiembre. Pero no creo que esté aceptando las implicaciones de su idea al negar que un símbolo pueda ser herramienta de transformación, y no sólo la síntesis del cambio.

            Aunque no rehúyo nunca una buena gresca, no es mi intención desgranar pormenorizadamente el debate. Sois lo suficientemente mayores como para tener curiosidad y lo suficientemente jóvenes como para no necesitar dientes postizos. Sí quiero señalar la importancia que a mi juicio tiene el debate mismo. El 11-S es un tema necesitado de atención leal y sosegada reflexión. Sus inmediaciones precisan de una cierta poda: hay en torno suyo una muralla soflamática, apasionada y irreflexiva que impide convertir el asunto en tema para la historia. El que recoge el especial de El Mundo no es puramente un debate historiográfico. Pero sí es un intento por acercarse con inteligencia a una cuestión fundamental. Es algo así como un machetazo en la maleza. Restan muchos, pero siempre son importantes los primeros, ¿no?
 

Una madre pivón, un padre marica y tres primos


Pongo en el Rincón una balda nueva: la del cine. No sabría deciros qué puesto ocupa en el ránking de mis pasiones; porque los términos ‘ránking’ (¡’ránking’, qué fealdad) y ‘pasión’ me parecen excluyentes entre sí, más que nada. Y ya, ya sé que mi gusto por el fútbol americano, cifroso y encendido al tiempo, supone una contradicción con esto, pero ¿qué más da? En todo caso, el cine es una de mis pasiones, aunque sea en mis gustos tan heterodoxo como lo soy para todo lo demás. El cine es un añico de nuestras vidas y a mí me vuelven loco los detalles. Así que…recientemente he visto:

La prima cosa bella (Paolo Virzì, 2010)



            Abrid bien los orejos, porque voy a hacer un ejercicio de humildad: no sé de cine. Se me escapa todo eso de los tiempos, los planos, las secuencias. Se me escapa, ay, el raccord. Lo intento, de verdad: llegar, sentarme y ver entre chuchería y chuchería, qué tío, qué plano, qué fiera, qué zoom. No me sale. Lo que pasa es que no tengo alma de director. Si es que el alma existe. Estoy enfermo de guión. Y por eso, cada vez que piso el cine me veo haciendo lo mismo: poner a prueba mi convencimiento de que una obra sólo puede aspirar a ser maestra si es perita en estrujar entrañas. Me veo buceando (el único lugar, físico o espiritual, en el que puedo hacerlo) en la historia. Busco fundamentalmente tres cosas: escritura, belleza y universalidad. Así de limitado soy.
            La prima cosa bella tiene las tres cosas. Tiene un guión de eje doble que se despliega sin estridencia alguna, brillante mas desenjoyado; una pieza de escritura mediterráneamente lírica que habla de belleza, infancia, familia, amor. Por si no hubiese suficiente universalidad en esos ítems, los quiebra y muestra en una historia sobre la extremada elasticidad de los lazos familiares. Así pasen décadas y continentes. Una madre tan preciosa por dentro como por fuera. Un padre que sufre en realidad un galopante síndrome de Stendhal, así lo llamen infarto los galenos. Una niña, y una chica, y una mujer que atraviesa la línea del tiempo aparentemente sull’ la parra. Y un niño, un hijo, un hermano, un hombre que tiene unos cuantos problemas para enfrentarse a su futuro solamente porque todavía no se ha decidido a enfrentar su pasado.
Escritura y universalidad, ¿y la belleza? La belleza en ese baile madre e hijo, y unos salvajes riendo. O en ese abrazo hermana/hermano, todo añoranza y soledad. La belleza en la lealtad de un vecino que ama sorda y grandemente a esa mujer y sus hijos. O en ese certero y vibrante y perfecto ‘es insoportable pero me encanta’. La belleza en esa madre que mueve cáncer en cada pestañeo y, aún así, es capaz de conseguir que todos a su alrededor peleen un poco más intensamente por su propia felicidad.

Beginners (Mike Mills, 2011)



            A amar se aprende. Comprendo vuestra cara de fastidio: ‘nací aprendido’. Pero es mentira. A todos nos gusta pensar que no nos hace falta escuela, que será esa brújula esquizofrénica que se nos despierta en el pecho la que acabará llevándonos, pies en algodón, a un amor pluscuamperfecto. Todo trola, queridos. Amar es el principal, y el más difícil, ejercicio intelectual del corazón. De ahí lo de la ‘inteligencia emocional’, supongo. Como en todo deporte, se mejora con la práctica. Pero es el más difícil de todos los deportes, y por eso somos siempre principiantes (conozco un hombre que pronuncia, ¡y embellece!, esta palabra, ‘principiantes’, con un inmenso desprecio de viejo perro).
            Esta idea cimenta la película de Mills. Uno de esos guiones que tienen todas las papeletas para gustarme: sobriedad, desnudez, inteligencia. A pesar de escenas tan lamentables como la que hace coincidir al protagonista y la protagonista en una fiesta de disfraces, la película se tiene en pie sobre un guión complejo, con trazas posmodernas en la fragmentariedad y fondo clásico en el ímpetu y las enseñanzas. Está dicho que la enseñanza fundamental de la película es el aprendizaje del amor. La manera en que el amor de los demás transforma el nuestro. Un poner: el amor de papá por otro hombre, después de cuarenta años casado con mamá. Pero le veo una arista más a la película, y es que Beginners acaba siendo una reflexión sobre la agridulce aventura de crecer. Tengas veinte, cuarenta u ochenta estacas.
            No os dejéis engañar, cuando la veáis, por esa primera escena del romance. Viene después una historia de diálogo honesto, de caricia balsámica y tormentoso devenir. No perdáis detalle tampoco de la madre excéntrica, que capitaliza algunos de los momentos más brillantes y canallas de la película.

Primos (Daniel Sánchez Arévalo, 2011)



            Un solo visionado de Azuloscurocasinegro me sirvió para convencerme de que Daniel Sánchez Arévalo era uno de los más descollantes jóvenes directores del cine español. Me pareció que demostraba en aquella película, tan amarga como inteligente, una habilidad infrecuente para trenzar historias de simplicidad compleja y una pasmosa comodidad a la hora de transitar por la filosa región que existe entre lo trágico y lo cómico.
            Se me pasó Gordos, que tengo anotada como asignatura pendiente (larga vida a Garci, por cierto) con referencias elogiosas. No se me ha pasado Primos, que vi en un primer visionado algo atragantado y que disfruté en uno segundo, más reposado ya. Aunque esta última se tiene por obra liviana (un capítulo más en el error de prestigiar lo serio ‘per se’), a mí me parece que supone un horizonte superado en la madurez de Sánchez Arévalo. Lo explico, por evitar la gratuidad: Primos está atravesada de cabo a cabo por lo cómico, pero cada risa, cada sonrisa, enseña la madre (como el vino) y ésta es negrísima. Que Sánchez Arévalo profundiza más en esa región frontera, o sea. Y que le sale tan bien esta espeleología que ofrece una lección fundamental: la confianza en el hombre y su futuro. Que sea hoy, cuando muchos lloriquean cobardía frente al porvenir, le otorga puntaje doble.
            Los pilares de Primos son el amor y la amistad. Es decir, el amor por partida doble. Digo ‘amistad’, y no ‘familia’, no sólo porque sospeche que ese del título es un irónico ‘primos’, también porque los ‘primos’ que pueblan la película no extraen su ligazón de un apellido, sino de un pasado mítico y común. Primos es la historia de varias resurrecciones. La de un amor de verano que es en realidad un futuro en mímesis. La de un corazón sensible acorazado en madridismo  y puterío. La de un soldado de magullada valentía que empeñó su testosterona por un botiquín y su gestora. El núcleo de Primos es (con tres actores protagonistas en sublime momento) una parábola óptima sobre la capacidad de los hombres para terminar logrando una miaja de felicidad.