¿La JMJ?: Un cuento


La noche de Madrid le hace a uno capaz de atropellar kilómetros. La noche de Madrid despeja los sentidos, y se va entrando la belleza por los ojos como sin darse cuenta. La noche de Madrid es un perfecto reservado para charlar con la ciudad y sus estatuas, como si uno no estuviese en realidad hablándole al espejo. Pero estaba distinta la otra noche la noche de Madrid. Gentío y algarada. ¿Qué es esto? Peregrinos. ‘Peregrinos’. Fascinante hasta la preocupación el modo en que las palabras van multiplicando sus capas y su contenido. Así entra el bullicio en el peregrinar. Es obra del hombre, como toda sofisticación.

Ni siquiera La Cibeles, de leones domadora, era la misma esa noche. Su plaza, tantas madrugadas colmena urbana, imagen de esa inverosímil ausencia de perfecto caos letal que constituye el tuétano de las ciudades, era sólo una empalizada. Con escenario, pero empalizada. Eché de menos los búhos que portan en sus alas miles de borracheras y de sueños. Hasta que una chica deshizo mis nostalgias. Peregrina de uniforme. Español despacioso y desmayado, castellano desaristado. Ojos de juventud recién conquistada, o de adolescencia sobrevivida. De una brillante oscuridad. ¿Piel de bronce? Así lo dicen, aunque no me convenza del todo la metáfora. ‘Guapa’, está obligado a decir un madrileño. Y algo nerviosa, todavía.

-Necesito su ayuda, por favor.
-Dime.

Me explica que tiene un problema grande. Que tiene que llegar al colegio en el que está alojada junto a sus compañeros de peregrinar. Tiene que hacerlo antes de una hora concreta y peligrosamente próxima. De ahí la tensión: no encontrarse las puertas cerradas. Lo peor no sería dormir al raso sino, supongo, el polvo de la habladuría que la cubriría de repente al encontrarse con su grupo. ‘Durmió fuera…’. La escucho. Y es entonces cuando surge. Un borbotón de épica.

-Tranquila, soy de aquí. Te puedo acompañar y así te guío. Creo que todavía te da tiempo. Y si no, te hago compañía al raso.

Mienten las caballerías. La épica, al menos de primeras, amilana a las mujeres. Y ésta sólo dijo un apocado ‘muchas gracias’. Lo hice lo que mejor que pude y, por supuesto, no llegamos. A tiempo, quiero decir. Las puertas, y parecían de película malucha, altas y estrechas, estaban cerradas. Ni siquiera recurrió a la insistencia en el aldabonazo. Buscó un banco y me senté a su lado. ‘Márchese, no hace falta que se quede’. ‘Hablaba en serio’. Y sigo sentado mientras se ovilla en un extremo. Y sentado sigo, disfrutando mi bohemia, muchos minutos después, cuando me mira y pregunta:

-¿No le van a echar de menos sus acogidos?
-¿Mis qué?
-¿No es voluntario?

¿Hace falta contestar? Los dos sabemos que no. Se desovilla y mira las puertas cerradas.

-Pensé que era voluntario. Se ha comportado como uno.
-Es un cumplido, supongo.

Calla.

-Me he comportado normal.
-No cualquiera lo hubiese hecho.
-¿Y sí cualquier voluntario?
-Tiene razón.

Mira las puertas. Entierra la cara en las manos y la desentierra al poco.

-¿Cree en Dios?
-No.
-¿Y quiere creer?
-No entra en mis planes.

Sonríe. Y pregunto.

-¿Tú crees?
-Parece que sí, ¿no?
-No tienes por qué responder.
-Sí, creo.

Calló de nuevo. Y aproveché para observar que la noche no es solamente oscuridad. O un solo tipo de oscuridad. La noche es un catálogo de intensidades ensombrecidas. Preguntó.

-¿Por qué no cree?
-No tengo necesidad. Confío en los hombres.
-¿Creer en Dios es desconfiar de los hombres?

No hubo apenas silencio esta vez. Y ella tenía una extraña sonrisa cuando dije:

-En cierto modo, ¿no te parece?
-Es probable que tenga razón. Pero también es confiar en ellos de un modo especial, ¿no?
-No veo cómo.
-Se depositan en sus manos las posibilidades de su propia salvación. Se nos concibe como capaces de salvarnos.
-Si es innegable, si todos somos creación de Dios, ¿por qué yo no creo en esa salvación? ¿O por qué no creo en Dios?

La noche no muere repentinamente. Suele ir disolviéndose poco a poco, replegando sobre los más claros sus azules más oscuros. Y así sigue, como implosionando, hasta que el alba deshace sus últimos girones. Es una bella secuencia. Como bella me pareció su despedida, mientras un sacerdote anciano de greña alborotada y vestido inacabado abría las puertas altas y estrechas.

-Porque en el fondo los hombres acaban haciendo lo que les da la gana.

Mi Berlín

Berlín es un exceso y es una avalancha. Berlín es la borrachera de los cultos. Es una luna tempranera y un educadito sol, que no molesta. Berlín es una urbanidad adelgazada de humo. Es un callejón y es un bulevar, atravesados ambos de la misma intensa vida. Berlín es ciencia y fantasía, o es fantástica ciencia y científica fantasía. Berlín es, desde que llegas, un discurso sobre la capacidad de los hombres para tomar el mundo entre sus manos. Y fruncir el ceño o sonreír. Berlín es mil museos y lo que en la calle hay. Berlín es una maravillosa y extraña ausencia de ruindad. O una extraña y maravillosa por infrecuente grandeza. Berlín es XVIII y es XXI. Es Pérgamo y Alexander. Berlín, aquí está, es una insolencia de matices. Berlín es uno y ciento.

Mi Berlín comienza en 2008. Un febrero. Frío centroeuropeo. Hubo en aquella primera visita más proyecto que eficacia, pues la enormidad de la ciudad nos revolvía constantemente los horarios y los planos. Nuestra curiosidad conquistadora tuvo, con todo, algunos éxitos. La andadura por la Museuminsel, por ejemplo. Es un paseo doble y simultáneo: recorres la Antigüedad y recorres el afán germano por rescatarla. Nunca Egipto, lo reconozco, fue protagonista de mis desvelos, pero Nefertiti bella y tuerta me miró y por ese instante, sólo por ese instante, quise explorar la entraña piramidal del Nilo. Ante el Altar de Pérgamo sufrí lo que esperaba: uno de mis abcesos mitológicos. Recuerdo mucho nuestra tensa búsqueda del Muro superviviente y una ligera decepción al encontrarlo, al filo ya de la oscuridad: tenía poco color aquella Gallery del Lado Este. Hubo otras muchas cosas, muchas otras visiones. Hubo la visita a un campo de concentración en la que no quise participar. Hubo cerveza y hubo currywurst. Hubo una multa injusta y hubo un paraguas perdido. Hubo H. Hubo sobre todo esa sensación, tan balsámica, de crecer en belleza junto a gente querida.

Mi Berlín prosigue en julio pasado. Verano inofensivo y hasta camuflado de otoño. Mi hábitat perfecto, aunque moleste el agüilla a los turistas. Fue, ha sido, el cenit de mi enamoriscamiento con una ciudad que recorrí más exhaustivamente que aquel invierno. La soledad ayuda a la profundidad. Y la llovizna me pone tonto. Creí recorrer junto a las losas que esqueletizan el Mauer el camino de mi tumbo hacia la Contemporánea. Visité lugares visitados y disfruté con el contraste de impresiones que imponen los años, aunque sean pocos. Me perdí buscando una cárcel de la Stasi, pero encontré en cada calle una píldora de belleza y significado. Como el Memorial del Holocausto, el monumento que conozco donde la vida ha obrado con más intensidad su milagro: pueblan los niños con su risa el intersticio entre hormigones. O las paredes del Reichstag, que conservan la huella soviética victoriosa. O ese Nikolaiviertel, Medievo reconstruido, que bien mirado no es sino una ramificación de la letal testarudez ideológica sigloventista. Pude leerme la ciudad como leerlas me gusta: en paseos sin más objetivo que la multiplicación. Disfruté una hogareña cotidianidad y paseos vistas al lago en el Tiergarten. Fui feliz con H. Fui feliz en la más grande prueba de que los hombres, aunque sea despacito, aprendemos: Berlín.


La retórica violenta del futuro

La Revolución Francesa ejemplifica perfectamente el efecto que tiene el constante manoseo sobre determinados acontecimientos históricos: los convierte en ‘souvenir’. Se suavizan sus perfiles, se obvian sus claroscuros, se simplifica su trama hasta rozar la idiocia. La Revolución Francesa, por eso, ha quedado a menudo convertida en un vulgar museo: lugares comunes en pedestal. Un jarrón en el que se colocan flores. Y así. Todo este proceso (en el que subyace, por cierto, un tema sobre el que se puede discutir todo lo que se quiera: las consecuencias de la masificación de la cultura) no es sino la más directa vía hacia la incomprensión. El lema ‘Liberté, egalité, fraternité’ sigue blandiéndose hoy como una espada, pero lo que se blande en realidad es la vaina. Quitarle al mantra su parte última ‘…ou la mort’ es una argucia que ayuda a disfrutar mejor la ‘experiencia revolucionaria’ pero también a salir de ella sin haber comprendido nada. Más o menos como del tren de la bruja.

  

            Y es que la muerte dominó el paisaje de la Revolución Francesa. No cualquier muerte, sino la ‘muerte política’, con lo que eso duele. La ‘muerte política’ es particularmente desagradable, porque suele llevar aparejados intentos varios y malolientes de disimulo y justificación. He escrito la palabra: desagradable. ¿Desagradable? ¿La Revolución Francesa? ¡Quiá!, que diría un maestro. Desagradable, yes. En realidad no tanto: la Revolución Francesa fue (solamente, detallitos) humana. Ésa me parece que es la idea fundacional de Ciudadanos. Crónica de la Revolución Francesa, de Simon Schama. Uno de esos libros que han de aspirar a la trascendencia. A un lado la interesante (e insolente) postura historiográfica de Schama, su obra resulta magnífica, en el más puro sentido del adjetivo. Tiene su interpretación la inteligencia y la profundidad suficientes para contrarrestar tantos años de charleta topicona. La Revolución Francesa se escribió con sangre. Aquellos que se han ocupado de la Revolución y han tratado de relativizar el papel de la violencia para que el mito permaneciese incólume, sólo deberían haber conseguido retratarse como cínicos equivocados. Porque bucear en las ‘oscuridades’ de la Revolución (y la violencia sería una de ellas) no persigue desacreditar ni uno solo de sus méritos históricos. Únicamente comprenderlos mejor.


            La Revolución Francesa es, se ha dicho muchas veces, la puerta de entrada a la Contemporaneidad. Pero lo es en más sentidos de los que suelen reconocerse, y con más matices de los que es costumbre apreciar. Aquel proceso es el perfecto escenario de la Contemporaneidad no sólo porque en él fueron definiéndose la democracia participativa y el hombre libre, sino también porque su trayectoria es uno de los trazados en que mejor puede verse la ambivalencia de toda empresa humana. La manera, y perdonad, en que el hombre aspira a la gloria desde la más infinita mierda. La manera en que los edificios que habitamos (políticos, morales, éticos) tienen por cimiento una grande pila de cadáveres. La única manera, en suma, que tienen los hombres para ir construyéndose el futuro: provechosamente equivocándose.


P.S. Esta es la entrada que inaugura el blog y quería que en ella quedase claro su espíritu insolente. No sólo por la insolencia de Schama al interpretar la Revolución Francesa; también por la mía al interpretar a Schama. Mi insolencia rinconera es en realidad una persecución doble: la de afinar mi comprensión de las cosas y la de despertaros al debate. Aquí os espero. Sed bienvenidos.