Arte o industria


El arte británico lleva unos cuantos días erizado a cuenta de unas declaraciones del pintor David Hockney. Eran, son, los días previos a la inauguración de una retrospectiva sobre su obra pictórica en la Royal Academy of Arts de Londres. Un periodista de la BBC le preguntó sobre uno de los carteles de la exposición, en el que puede leerse “Todas las obras fueron hechas personalmente por el artista”: ¿Es un dardo contra Damien Hirst? Y Hockney flemáticamente asintió: “Es un insulto a los artesanos”.

El incendio estaba en marcha. Hirst ha dominado el panorama artístico británico desde finales de los ochenta y cuenta con el mérito de ser el artista vivo que más cara ha colocado su obra en el mercado. De sus manos, por decirlo de alguna manera, salió esta calavera diamantina que se vendió por unos 74 millones de euros. Hirst no ha participado, que se sepa, en el debate. No se ha dado por aludido, aunque las palabras de Hockney son una clara crítica a su costumbre reconocida de dejar que ayudantes trabajen por él. ‘Yo me impaciento’, declaró. No está claro el porcentaje de obras que pertenecen estrictamente a sus manos.

En la polémica abierta por Hockney, de la que luego se retractó, late desde luego una competencia estrictamente profesional. Son los dos popes actuales del arte británico, y Londres se dispone a acoger, en los próximos meses, una muestra de cada uno de ellos. Ni siquiera Londres es lo suficientemente grande para librarse de estas miserias. Sin embargo, en el debate late algo mucho más importante: una diferente concepción del arte, que no se limita solamente a aspectos estilísticos.

El regodeo de Hirst en la contratación de asistentes que terminan o ejecutan su obra por él es la cola de nube, a mi parecer, de una concepción industrializada del arte, en la que la obra se valora en tanto que producto y se le aplican, por tanto, sus mismos procedimientos constructivos. No resulta ajena esta idea de arte industrializado a la escuela ‘Young British Artists’, de la que Hirst es el más prominente miembro. Nacida en 1988, aunque el término se acuñase después, la YBA agrupó a varios artistas obsesionados, entre otras cosas, con el tema de la muerte, con la cobertura mediática y con la promoción… por la promoción.

Sus propuestas están en la mayor parte de los casos enfrentadas a las de Hockney, más viejo, más individualista y más clásico de formación. He de reconocer que mi sensibilidad artística está de su lado: su idea del arte, aunque no es ajena a la comercialización o el gran formato, se articula sobre una idea poética (en el sentido más estrictamente griego del término) que da mucho más valor al trabajo ideológico en conexión con la ejecución física. Me parece una concepción más compleja y más estimulante, esta que afirma que la creación no es ni solamente la idea, ni solamente la ejecución. Ni, por supuesto, solamente la venta.

Con todo, mi apoyo es uno de los pocos que Hockney ha logrado ganarse con sus palabras. Varias han sido las voces que se han alzado para criticar sus palabras y, de paso, la idea de arte que les da aliento. El arte contemporáneo no puede prescindir de los asistentes, vienen a decir, y negar su necesariedad es negar el último siglo de arte. Podríamos acordar que ese lamento pusilánime tenga razón y los asistentes sean imprescindibles: no otra cosa sino muchas manos hacen falta allí donde las ideas son cada vez más lánguidas.

2 comentarios:

  1. Te me has vuelto prerrafaelita?? Tu post me recuerda a William Morris, a quien biografió el gran E.P. Thompson

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  2. ¿Prerrafaelita dices, Alejandro? Ni mucho menos. No sería coherente esa postura en un pensamiento como el mío.

    El William Morris al que citas apostaba por una especie de 'medievalización' del arte (algo así como una 'economía del decrecimiento' ;-p) y yo estoy muy lejos de defender tal cosa. Soy consciente de que la evolución del arte en los últimos decenios (una evolución que a mí, por decirlo todo, no me satisface mucho debido a varias cosas) no permite esos ejercicios medievales.

    Soy consciente, incluso, de la importancia de los asistentes y de los procedimientos que los asistentes simbolizan y ejecutan. Pero no estoy de acuerdo ni mucho menos con que sean imprescindibles y, menos todavía, con la idea de que el arte surgido de sus manos y por esos procedimientos sea necesariamente el mejor arte que pueda concebirse.

    Lo que trataba en realidad de hacer con este última entrada era expresar uno de mis miedos: el de la despersonalización del arte. Y creo que Hirst lo representa en cierto modo, aunque su visión empresarial sea envidiable. La desconexión de cualquier obra del pensamiento y la intervención del artista me parece...no sé, rebajante.

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