El comunismo, ensoñación


Era octubre de 1917 en Rusia, y un fantasma se disponía a recorrer Europa. No era el que Marx y Engels habían denunciado en su Manifiesto comunista, pero tenía mucho que ver con ese texto y su doctrina. Fue en Octubre de 1917 cuando los bolcheviques decidieron apretar el acelerador de la Historia. Los acontecimientos de febrero de ese mismo año no sólo habían culminado con una pequeña apertura democrática, sino que habían dejado el poder en manos de un gobierno no bolchevique. Había llegado el momento de ‘construir el orden socialista’, como gritó Lenin desde el balcón después de que sus huestes tomasen el Palacio de Invierno y certificasen el fracaso de la primera intentona democrática que Rusia había experimentado…en toda su historia.

Lo que vino después es conocido y, si no, existe una pila de buenos libros, tan grande como de malos, por cierto, para trabajar porque lo sea. Lo más difícil de hallar ha sido una historia intelectual del comunismo, quizás por abundancia panfletaria. El fantasma al que me referí al principio es la propia Revolución Bolchevique, cuyo paseo por el continente no fue meramente contemplativo: su promesa cautivó allá adonde fue a millones de intelectos, entregados desde entonces a su apostolado. Como los mortífagos de Voldemort pero, al menos en principio, sin su fama mala. Muchos creyeron ver alzarse de nuevo, en la limes de Europa, la estrella revolucionaria que había brillado en 1789. En El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, François Furet recorre magistralmente la estela de esa estrella.

Y, como entonces, se desvela una estela de sangre, dolor y poder ilimitados. Furet, que había labrado su renombre como historiador hurgando en la Revolución Francesa, publica su libro sobre la idea comunista en 1995, cuatro años después de que su encarnación cayese hecha pedazos. El hundimiento de la URSS es, para él, la muerte de una idea que llevaba casi ochenta años capitalizando (valga la ironía) ‘el destino de la historia’. El libro de Furet no es sobresaliente sólo por su propósito metodológico, el de explorar históricamente una ideología, sino también por su audacia intelectual y estilística: gracias a una prosa pulcrísima y con las notas justas de metáfora, su historia de la idea comunista se lee como una novela epopéyica sobre la ensoñación. La vivacidad de su pensamiento, mientras tanto, desvela, resalta y ahonda cada resquicio, cada contradicción de la utopía.

Varios asuntos fundamentales en El pasado de una ilusión lo convierten a mi capote en obra fundamental. La disección de la ceguera ideológica que se lleva a cabo en sus páginas, por ejemplo. La URSS fue un régimen homicida que encarceló, torturó, exilió y masacró a millones de personas. A pesar de ello, en su época y también posteriormente, su reputación de potencia aliada de la libertad y el mejor futuro permaneció prácticamente intocada para muchos, que no siempre y no necesariamente eran militantes comunistas. Furet desactiva la coartada que atribuye esa ceguera al hermetismo soviético: se alzaron, aunque pocas, voces críticas. No es que no existiesen datos que permitiesen dudar de la veracidad de la fachada comunista, es que se prefirió ignorar esas pruebas. Fue entonces, por cierto, cuando el comunismo y sucedáneos se hundieron en una fosa séptica político-moral de difícil escapatoria.

Los intelectuales jugaron un papel muy importante en la senda de la idea comunista. Tan expuestos a su encanto como cualquier mente, su labor de evangelización comunista era por el contrario mucho más potente. El relato que Furet hace de los viajes de algunos escritores y pensadores europeos de ese tiempo a la URSS, viajes turísticos en los que no siempre quedaba oculta la verdadera faz atroz del régimen y de los que regresaban cantando las alabanzas del sistema comunista produce todavía hoy, a mí al menos, indignación y bochorno. La rendición de los intelectuales (no otro nombre puede recibir la opción por la ideología en lugar de la inteligencia) resulta especialmente dolorosa, no por la efectividad de su propaganda, sino por la suposición de que eran ellos los mejor preparados para desenmascarar la mentira.

Y era una mentira innegablemente bien trabada. La Unión Soviética fue perita en transformar algunos aspectos cutáneos de la idea a la que daba cuerpo en función de la política que tuviese que adoptar para asegurar su posición de preeminencia en Europa y el mundo. Si el odio cerval al liberalismo está en su código genético, fue relegado a un segundo plano cuando llegó el momento de combatir el nazismo. En ese punto, hacía mucho tiempo ya que la ensoñación no era sólo ensoñación. La idea comunista había encontrado una aliada de excepción en la violencia, por medio de la política internacional de la URSS. A tal punto llegaba su control sobre las mentes y los actos de militantes y simpatizantes, que apenas le resultó costoso convertir en enemigo absoluto de su proyecto al nazismo, con el que había sostenido alianzas fructíferas prácticamente hasta el día de antes de que estallase el hundimiento del mundo.

Esta rivalidad entre nazismo y comunismo signa de indudable modo el siglo XX, pero es en realidad la pelea de dos absolutos que comparten orígenes filosóficos. La energía con la que combaten por la desaparición radical del otro nace de su hermanamiento profundo, de la hoguera que alumbra sus entrañas: utopismo, voluntarismo y, sobre todo, odio al liberalismo. El antifascismo, uno de los mejores artefactos llevados a cabo por la URSS, a juzgar por su eficacia, su extensión y su permanencia, era sólo una propuesta de convivencia en tanto se eliminaba al gemelo odioso hitleriano. Una vez éste hubo fenecido, el desprecio por la(s) democracia(s) liberal(es) pudo volver a ocupar su lugar de honor en el discurso activo y pensativo del comunismo. Hubo quienes fueron conscientes de este juego cínico y levantaron la voz. Fueron tildados de ‘fascistas’. Hubo incluso quienes lo denunciaron desde posiciones ideológicas comunistas. Éstos fueron tildados de ‘herejes’ antes de ser llamados, también, ‘fascistas’.

He salpicado esta entrada con términos de índole religiosa referidos a aspectos de la idea comunista y su trayecto por los tiempos: apostolado, evangelización, hereje. No son, aunque me pegaría bastante, un guiño insolente a los creyentes. Son, sencillamente, algunos de los vocablos mejores para hablar de la tesis central de Furet sobre el comunismo: una religión de la historia. Un credo basado en la promesa de un ‘orden socialista’, con una iglesia infalible y un dogma innegable. La creencia en la necesidad de ‘acelerar la historia’, la conciencia de formar parte de la corriente incombatible de los tiempos es, lo fue entonces, la excusa perfecta para cometer o aceptar todo tipo de atrocidades. Es también esto lo que convierte el libro de Furet en una pieza maestra: nos recuerda, poniendo ante nuestros ojos el más macabro ejemplo, la importancia de no convertir la política en espacio de religiosidad.

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