Una historia de Dublín (I)



Era una calle recta, larga y oscura. Infinita a los ojos de Daniel, que acababa de bajarse de un autobús amarillo y azul, desierto y disparatado, cuyo conductor le había puesto en las manos un móvil para que le pasase un politono que había sonado en el suyo. Sí, un politono. Se lo pidió en inglés, como es costumbre en Dublín a pesar de los carteles en gaélico. Se quedó paralizado, en parte porque no había pensado tener que lucir tan pronto su incompetencia idiomática y en parte porque le fascinaba aquella súbita y sorpresiva hermandad tecnológica. No sirvió, en todo caso, para evitar que el conductor le anunciase la última parada con una rudeza tan natural que tenía que ser acostumbrada. Daniel descendió con el móvil en una mano, la maleta cargadísima en la otra y una mochila trotamundos en frágil equilibrio sobre el hombro. La calle recta, larga y oscura seguía allí, y le habría dicho “Hello” si este fuese un relato fantástico y tenebroso.

A pesar de las apariencias, Daniel no estaba asustado. Pensaba, eso sí, en cómo la existencia de planes exhaustivos dota al desastre de un perfil más afilado, hiriente casi. Él había milimetrado su llegada: hora de aterrizaje, distancia desde el aeropuerto al destino, autobuses disponibles, perfección. Todo fue desbaratado por un avión volando con retraso de una hora. Fue suficiente para que por Dublín ya no pasease el gentío tradicional, para que luciesen unas farolas que se habían imaginado apagadas y melancólicamente inútiles. Para que no circulasen los autobuses previstos. Lo que hizo entonces Daniel fue improvisar, que no le ha parecido nunca mala manera de afrontar un caos impremeditado. Agrupó, desde luego, algunas nociones que Google Maps había dejado en su mente: esta calle me suena, seguro que está cerca. Se mintió, evidentemente. Lo hizo cuando tomó el autobús y también cuando, en la calle recta, larga y oscura, optó por izquierda y no derecha.

La intuición, en esas circunstancias, es sólo la excusa con que el hombre se protege cuando está perdido. Esa vez, sirvió para que Daniel llegase a uno de esos centros comerciales de una sola altura y vertebrados por un párking. Casi todo estaba cerrado. Tras los muros transparentes de una hamburguesería, dos empleados limpiaban el local. Miraron a Daniel como si fuese un zombi cuando éste tocó con los nudillos en el cristal, y le ignoraron consecuentemente. Fue un momento tenso, en que tuvo que elegir entre el orgullo y la prioridad. Las luces, a lo lejos, de un restaurante hindú solucionaron el dilema. Cuando llegó hasta la puerta, tres hombres hindúes de turbante salieron por ella y echaron la llave. Daniel agradeció la autenticidad y les pidió ayuda. Sintió la camaradería de los acentos trastocados, pero su imaginación, desde luego, no se había figurado lo que vendría después.

Lo que vino fue un callejero destartalado, su maleta en un maletero y él a bordo de un coche extraño, oliendo especias entre hindúes educadísimos pero tendentes a hablar demasiado alto mientras alcanzaban un consenso sobre qué camino tomar. Durante tres cuartos de hora, ese automóvil exaltado quebró la tranquilidad de un suburbio ordenado y silencioso, al que sólo faltaba un flequillo repeinado para ser absolutamente repelente. Durante esos cuarenta y cinco minutos, Daniel se sintió a lomos de un cuchillo que rasgaba sin misericordia capas y capas de grisura. Cuando el coche se detuvo finalmente, ante el jardín de la última casa de una calle por la que habían pasado ya varias veces, supo que había llegado.

-Soy Daniel – replicó al rostro desencajado de aquella dublinesa pelirroja que no sabía en qué momento había nacido ese caos entre sus hierbajos.

Daniel vio en los ojos de la señora el miedo de haber metido en su casa a un estrambótico; y pensó que no podía haber tenido mejor presentación.
De día. Cuando llegó de noche, no tuvo tiempo de fotografías.

Camino de servidumbre (y mi liberalismo)


Creo que fue Jean François Revel quien escribió que el liberalismo no es una ideología, sino un libro de recetas. Revel tenía dos cosas que lo convierten en maestro. En primer lugar, su honesta lucidez; después, su capacidad narrativa. Gracias a ambas, el francés escribió libros luminosos (Ni Marx ni Jesús, La tentación totalitaria, Cómo terminan las democracias, La obsesión antiamericana) que le dieron una faz nueva al liberalismo político contemporáneo: la (alta) divulgación polémica. No sé si fue él también quien dijo que el liberalismo resulta la mayor parte de las veces contraintuitivo. En todo caso, sus libros vibrantes hicieron mucho por la erosión de esa corteza. Su metáfora del liberalismo como recetario es sin duda ágil, pero si la aplicamos a Camino de servidumbre, la obra maestra de Friedrich von Hayek, resulta también asombrosamente exacta.

Camino de servidumbre, por seguir con el símil, vendría a ser algo así como las 1.080 recetas de cocina de Simone Ortega. Un manual de liberalismo; pero uno de esos manuales buenos que son a la vez mapa y exploración de una materia, que atraviesan un tema para mostrar sus vigas maestras, que establecen sus fronteras analizando también todo lo adyacente. La mejor virtud de Camino de servidumbre es, con seguridad completa, que no aspiraba a ser un manual. Por eso es un texto de prosa grácil y de ingenio vivo, insolentemente crítico, irreverente y valentón. Al economista austriaco asustado por el avance que la planificación, escudada en la guerra, estaba logrando en las sociedades combatientes del nazismo, le sale un ‘libro seminal’, como lo llamó Santiago Navajas. No sólo una defensa a ultranza de la libertad, sino una teoría trabada y potente de la sociedad libre y abierta.

Si un liberal contemporáneo tiene que leer Camino de servidumbre para conocer realmente a sus padres, un socialista de hoy (¿es eso un oxímoron?) debe leerlo para conocer a sus abuelos. Hayek recorre el árbol genealógico reciente (el libro es de 1944) de la tiranía y señala que ésta ha estado siempre relacionada con la planificación. Tampoco el socialismo sale precisamente bien parado en esta exploración de las tendencias y los intentos por lograr una concentración de poder que lamine la libertad individual en provecho de ‘un proyecto de sociedad’ o una ‘Razón de Estado’. Pero no es sólo que la planificación resulte antiética por liberticida, sino que además no es práctica: la teoría de Hayek sobre el sistema de precios como la mejor cadena de transmisión de información es un reto serio para todos aquellos que observan el libre mercado como una variedad de la magia negra.

Camino de servidumbre es un libro inteligente y hondo, y no es mi intención esta vez develar exhaustivamente su contenido. Simplemente he vuelto a un libro que es piedra de toque de mi pensamiento político desde que lo leí por primera vez, hace unos cinco años. Camino de servidumbre y Libertad de elegir, de Milton y Rose Friedman terminaron, por decirlo de alguna manera, de cristalizar en mi frente algunas ideas a medio esbozar sobre la libertad, el papel político del individuo, el poder, la política y el pensamiento. Después han venido muchas lecturas más. Pero digamos que la equidistancia liberal entre la izquierda y la derecha, que su afán permanentemente crítico, que su capacidad para la crítica y la autocrítica, que su insolencia indisimulada eran el marco que mi talante estaba buscando. Esos dos libros me mostraron que había un lugar fructífero y estimulante entre el fanatismo y la indiferencia.

El trabajo digno




Ícaro sobre el Empire State Building/Lewis Hine, 1931

En la fotografía se observa un cable y colgando de él, un hombre. Debajo, a tal distancia que en la caída cabrían varias muertes, la Nueva York de frenesí moderado por la Depresión. La fotografía es de 1931 y recoge un momento pequeño e infinito de la construcción del Empire State Building. Tiene un título puramente maravilloso: Ícaro sobre el Empire State Building. El título se lo puso Lewis Hine, el fotógrafo estadounidense al que la Fundación Mapfre está dedicando una exposición (hasta el 29 de abril, por si queréis acercaros). Félix de Azúa le dedicó el otro día una entrada a la muestra en su blog. Es una entrada de contenido inteligente y coda pesimista. Yo he visitado la muestra después, y creo que el pesimismo es innecesario.

Aunque lo entiendo. La biografía de Hine no mueve precisamente al alborozo. Nació a finales del XIX en el Medio Oeste norteamericano y dedicó buena parte de su vida a recorrer su país cámara en mano, para documentar primero las condiciones del trabajo infantil y las condiciones, después, de todo trabajo. Fotografió vecindarios obreros, la inmigración en Ellis Island, la labor de socorro de la Cruz Roja en Europa. La mayor parte de su obra, imaginaréis, tampoco es fuente de optimismo. Niños derrengados o tiznados de carbón hasta los pulmones, familias hacinadas en pequeños cuadrados de mugre, miseria jugando a la pelota en un patio de vecinos, las sábanas viejas pero blancas a secar. Cuando murió en 1940, no tenía un dólar. Lo sostengo, empero: la pesadumbre es improcedente.
Patio de juegos en un pueblo industrial/Lewis Hine, 1909

Entregarse a ella sería incomprender el aliento feliz que atraviesa la obra de Hine. Él era un documentalista (atención, historiadores) y la mayor parte de su trabajo lo hizo a sueldo de la Ethical Culture School o del National Child Labor Committee, instituciones dedicadas a combatir la explotación de los niños. Era también, pues, un militante. Y todo militante tiene siempre el optimismo en la mirada. Hine retrataba casi exclusivamente pobreza, dolor, suciedad y cansancio. No hay en sus fotografías, en cambio, rastro de tristeza. Esa niña que se baña en la pila de lavar desvencijada, ese Golfillo de París, el patio de juegos al que me referí antes…en todas sus fotografías cabe el futuro, la mejora, el progreso. Hay un concepto que las atraviesa: desafío social. Reto. Y hay por lo tanto en ellas, también, una confianza, la mejor que se puede tener: la confianza en el hombre.


Mecánico en una bomba de vapor
de una central eléctrica/Lewis Hine, 1920
Otro rasgo de su discurso fotográfico se revela en sus fotografías dedicadas al trabajo adulto. Es el individualismo, un humanismo industrial que me resulta intelectualmente simpático. Es el hombre el corazón de la máquina. Los protagonistas de sus fotografías son héroes de la civilización: toman el mundo entre sus manos y lo hacen suyo con su esfuerzo, su sudor, su lucha. A Azúa le ataca el pesimismo cuando habla del presente. Cree que la máquina ha escapado de control y que el sacrificio no sirve ya de nada. Su tristeza es un poco demasiado melancólica de aquella relación sudorosa entre el hombre y su martillo. Aunque señala algo cierto, que nuestra relación con las máquinas se ha transformado enormemente, no comparto su conclusión negativa. El hombre perderá el control sobre la máquina cuando la máquina deje de ser humana en sus aspiraciones.

Es decir, cuando el iPad no necesite el dedo de su dueño para activarse y ser una ampliación magnífica y bella del universo.

Inventar el sueño


Metros y metros de celuloide arden, se funden y ruedan como líquido hacia unos moldes que los convertirán en…tacones de zapato. Es una imagen de la última película de Martin Scorsese, infantil sólo en el entusiasmo, La invención de Hugo. Es una metáfora potente del ya viejo director, que se refuerza cuando el plano se amplía para que veamos cientos de caminatas. Caminamos sobre sueños. Y es el cine su fábrica, como afirma la vieja máxima. Yo, que tengo ínfulas de escritor, debería oponerme, al menos en secreto, a esta aseveración épica y egoistona del cine como forja única de la ensoñación. ¿Qué hace la literatura, sino tejer sueños también? Por suerte o por desgracia, y quizás por mi desapego de lo gregario, nunca he sido corporativista. Me muevo en el convencimiento, en cierto modo terceroculturista, de que el cine es ¡sólo! una versión extrovertida de la literatura.



La invención de Hugo lo muestra a su manera: está atravesada de esa narratividad que a algunos, amigos de la modernez, les parecerá anticualla pero que es solamente eterna. Planteamiento, nudo, desenlace, sin demasiada distracción evanescente o rupturista. El niño Hugo, que habita en una estación de tren, tiene una orfandad a la espalda y una promesa que cumplir. Consiste en arreglar un autómata, legado por su padre. ¿Qué hace para cumplirla? Moverse en otra metáfora genial: roba piezas de juguetes rotos. Y se las roba, precisamente, a un juguete roto. El sueño no se crea ni se destruye, sólo se transforma o cosa parecida. Como cabía esperar, y sabe dulce a veces esta previsibilidad, Hugo es descubierto en uno de esos robos y se le complica ligeramente el día a día. Digamos que comienza su aventura, como si lo de antes no lo hubiese sido.

A estas alturas, la película ha mostrado ya una verdad. La técnica sólo es verdaderamente poderosa en cine cuando se aplica a una historia grande. Si no, sólo es ruido y maquinaria. También se barrunta uno a esas alturas que ser cazado es lo mejor que podría pasarle a Hugo. Cuando entra en la tienda de juguetes para trabajar por expiar su culpa, la película crece en profundidad y templanza. Las aventuras no tienen por qué ser físicas. Cuando el autómata, por fin reparado, dibuja un fotograma de Meliès, la historia amplía sus márgenes en el suspense. El robot tiene en el corazón imágenes, no versos. Cuando un teatro se cae de aplausos a un Meliès redivivo, la película hace tiempo ya que es una lección magistral sobre el oficio del cinematógrafo. Hace tiempo ya que ha establecido el cine como una pasión de lo narrativo, una entereza del esfuerzo y una invencibilidad de la insatisfacción.

Hablando de pasión, esfuerzo e insatisfacción me he acordado de Cóvino Films. Es probable que nunca hayáis oído hablar de ella. Yo os ilustro. Es una productora joven y aguerrida, creada por dos apasionados, dos esforzados y dos insatisfechos. Sobre todo, insatisfechos de sí mismos, que es la cualidad mejor de un creador. Me he acordado de ellos porque también su trabajo me parece un homenaje al cine. Y es el homenaje más sincero: el que le quita dinero a los ahorros, el que le quita sueño a la almohada y el que le roba horas al ocio extinto. El homenaje de dos que hacen casi lo que quieren y disfrutan sufriendo.

Estos dos pájaros tienen en concurso tres cortos en el Notodofilmfest. Son Letras, una humorada tétrica; La clavícula imperfecta, una válvula de escape aunque ellos no lo reconozcan y Economiqués, una broma con sentido. A éste último le tengo un apego especial, porque me dieron permiso para salir en él haciendo una cosa que me gusta mucho: leer periódicos, aunque no los entienda. Si queréis pasar un buen rato, echadles un ojo.