Anatomía del fracaso



Hemos idealizado la vida retirada. Tiernamente añoramos el crepitar de la lumbre, el silencio de pequeños ruidos que es el bosque, la tranquilidad solitaria de los días despaciosos. Toda esta mitología beatus ille es, como toda idealización, una engañifa. Y encima no es original. El frenesí de la urbanidad (hubo un tiempo, ay, en que esto significaba modales) tiene dos defectos principales: su velocidad y su exhaustividad. Es decir, que nos acelera y nos agota. Pero no me parece justo echarle la culpa a la ciudad de nuestros callejones sin salida. Lo bueno de las enfermedades viejas, por otra parte, es que ya se han escrito tratados sobre ellas. En el caso de la añoranza del ruro, ahí está Tío Vania, de Chéjov, diagnóstico y medicamento. El texto, enjuto y afilado como un estilete, lo ha representado durante este mes L’Om Imprebís en el Círculo de Bellas Artes.

Fotografía: David Ruano

La compañía valenciana ha firmado una versión sólida, pensada y dirigida por Santiago Sánchez, que edifica sobre el texto del inconmensurable ruso una reflexión acerca del destino, la rutina y el (in)conformismo. Las historias cruzadas de todos los personajes, desde el ídolo caído Serebriakov hasta el frustrado Vania, pasando por el idealista Astrov, la abnegada Sonia y la sugerente Helena, que dimite de su juventud, son el daguerrotipo honesto del fracaso, más doloroso en tanto que cobardemente voluntario. Porque la versión de Sánchez sabe entender el giro que engrandece al infinito la obra de Chéjov: no hay pesimismo. El destino no es inevitable y existe, queda prometida en la obra, la opción de desbaratarlo. Es posible la no resignación, podemos desanudarnos del tobillo la infelicidad. Pero hay que intentarlo.

Chéjov explora en Tío Vania la entraña de la sentimentalidad humana y la revela como un laberinto. Por eso, acierta también la compañía con una propuesta escénica magníficamente austera, consciente de que la potencia del texto no necesita efectismos grandilocuentes. La hacienda en la que transcurre la acción queda sintetizada en un interior sin paredes y con eterno juego de sillas, y un exterior arbolado sobre el que se marcan luminosamente los ciclos de la naturaleza. Sobra, única y exclusivamente, un pasaje de transición musicado, en el que el doctor Astrov y Vania visten a una gesticulante Helena. Aunque los dos hombres son los que la cortejan, los que la animan a abandonar a su marido, los que, en definitiva, la impelen a combatir un presente que le asegura una total infelicidad y un imparable marchitar, ese pasaje del montaje no aporta demasiado.

La sencillez de la propuesta escénica no sólo deja paso franco a la fuerza del texto; también libra de interferencias al trabajo interpretativo. Rosana Pastor (Helena), Carles Montoliu (Astrov) y Vicente Cuesta (Serebriakov) brillan con luz especial: la primera por administrar con mano maestra la sutilidad que precisa su personaje y sus compañeros por acertar con el tipo de energía, idealista la de uno, superviviente la del otro, que da empaque y contundencia a dos personajes sustancialmente diferentes. Sandro Cordero se esfuerza en lograr un personaje matizado, iridiscente de frustración y alcoholismo, y lo consigue la mayor parte del tiempo. También Xus Romero acierta con el registro preciso para dar vida a Sonia, un personaje interesante y complejo, retador, por moverse entre la ingenuidad, la astucia, el esfuerzo y la añagaza.

La obra acaba hoy sus representaciones, pero acercaos al texto de Chéjov. Es un buen modo de enfrentarse a cualquier tiempo.
Fotografía: David Ruano

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