Larga vida a...¡Judas!



Ayer Bob Dylan cumplió 71 años. Todo el que me conoce, aunque sea superficialmente, sabe que Dylan es algo así como mi oxígeno. Os imaginaréis, por tanto, el esfuerzo que me ha costado no cantarle hasta ahora el cumpleaños feliz. Pero la insolencia tiene estos peajes, y uno no puede permitirse coincidir con el ruido de los demás. En mi laico y limitado panteón, Dylan ocupa un magno lugar. Con Dylan sentí la música por vez primera. No pongáis esa cara, descreídos: es posible que vosotros no la hayáis sentido todavía.

Como no tengo ni la más remota idea de música (ni siquiera aprendí a tocar la flauta, rebeldón), mi compromiso con Dylan es puramente entraño. Intravenoso y, por ende, invencible en la medida en que yo lo sea. Por eso no quiero que ésta entrada sea un catálogo de las virtudes musicales del anciano. No sería sincero, porque todo lo que he leído de él y sobre él después de la primera vez que escuché “Like a rolling stone” es sólo fruto de mi tendencia a escarbar en las heridas.

Pero quiero que veáis el vídeo. ¿Ya? Sabéis lo que es, ¿no? Es la culminación mediática de un momento clave para la música de nuestro tiempo, que se había producido unos meses antes. En 1963 y 1964, Dylan había dejado en Newport el folk mejor que nadie había hecho en años. Frágil, tímido, feo, le arrancaba a la guitarra toda la melancolía que cabe en mil generaciones, qué se yo. Pero en 1965 estaba cansado de la aureola de chico-amargado-cantando-bajo-el-porche-la-maldad-del-mundo. Y se presentó en Newport con una guitarra eléctrica. La gente creyó que le sangraban los oídos, pero lo que sangraba en realidad era el tajo que Dylan acababa de asestarle al folk americano.

Un tajo redentor. Escuchad la rabia con que el espectador le grita “¡Judas!”. Paladeadla, porque es maravillosa. Un desprecio así está reservado a los genios. Mirad a Dylan, diciendo lánguidamente: “No te creo. Eres un mentiroso”. Y después, a su banda: “¡Tocadla fuerte!”. Han pasado pocos meses desde lo de Newport. Están en Manchester. Y Dylan sigue firme en su misión de salvamento: el folk necesita de la electricidad para seguir latiendo. Más aún: la electricidad necesita el folk para ser algo más que ruido bonito. Dylan está haciendo lo que sólo unos pocos pueden hacer: inventar una nueva forma de belleza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario