Logicomix, o la verdad está en las viñetas



No recuerdo quién inventó la fragmentación narrativa (y, como diría Umbral, no me apetece levantarme a mirarlo), pero todos los que le han seguido la han cagado. Descoyuntados los planos, los tiempos y las voces, la narración es un Quasimodo chepudo que balbucea cosas feas y no tiene noble el corazón. Pero el Bradbury que se nos murió hace poco ya enseñó que lo realmente valioso, como los ríos desahuciados regresan a su lecho, halla siempre el sendero y el refugio por el que escapar y en el que sobrevivir en brillantía. Pasa, ejempleo, con la memoria, con la justicia y con la horchata fría corriendo torso abajo al cabo de dos horas de sed de fuego. Pasa con la libertad. Está pasando, espero, con la narrativa, que ha encontrado en la viñeta territorio perfecto de anidamiento. Logicomix. Una búsqueda épica de la verdad es la última muestra que he tenido entre mis manos.

Logicomix no es nada menos que lo que promete: una historia de los hombres que persiguieron la verdad tan inquebrantablemente que, en el viaje, casi se perdieron a sí mismos. Cabe la posibilidad, caigo ahora, de que algunos de vosotros estéis aquejados del virus de la relatividad y no sepáis qué es eso de la verdad. La verdad era un animalito que servía para que las discusiones fuesen útiles. Que hubo un tiempo, o sea, en el que los niños eran listos o tontos, la gente decía simplemente gilipolleces y Steve Urkell era espeluznante. La verdad, en suma, era lo que quedaba después de que se le aplicasen a la bruticie nuestra, a nuestro caos, cientos de años de método. El esqueleto de la verdad era la lógica, una especie de lego axiomático con el que se articulaban las reglas del juego. ¿Qué juego? El del pensamiento y el de la ciencia.

El diseño de ese puzle de aseveraciones, códigos y falacias es el trasfondo de Logicomix…, ciertamente épico, puesto que la verdad no ha contado nunca con demasiados aliados en contra de su extinción. Domina el plano Bertrand Russell, que tenía en el pelo blanco y en la finura del andar una heroicidad en germen. Pero no protagoniza sólo por guapo, sino porque fue él quien primero se dio cuenta de que responder “Porque sí” a la pregunta “¿Por qué 2 más 2 son 4?” no era serio. La piedra fundadora quería descubrirla él y, cuando le dijeron que no había, sólo dijo que entonces habría que hacerla. Por eso escribió, junto con Whitehead, Principios de las Matemáticas, una de esas obras grandes que sólo cuatro gatos leen al completo pero que cambian el prisma para siempre. Entre los cuatro gatos, Wittgenstein (que debería ser el protagonista de la segunda parte de la novela gráfica).

La gestación (qué verbo adecuado) de Principios es un viaje intelectual de varias décadas, una guerra de trincheras entre la vida y la posteridad. Toda épica magnífica tiene tras de sí una épica cotidiana, que a menudo consiste en recoger sin pasmo y sin espasmo los muertos que la primera deja. Ése viaje y esa guerra están genialmente narrados en los textos de Apostolos Doxiadis y Christos Papadimitriou y en las ilustraciones de Alecos Papadatos, un equipo de griegos que logra levantar una obra sobresaliente por su cercanía informada y por su sensibilidad lúcida, no sólo para retratar las contorsiones que la cordura afronta ante una epopeya científica de este tipo (todos, Gottlob Frege, Ludwig Wittgenstein, David Hilbert, Kurt Gödel o Henri Poincaré, bordean o frecuentan la chaladura), sino también para subrayar el riesgo inconsciente de malpreciar lo que tanto ha costado crear.

Una Puerta Grande, la pasión y el aficionado pitagorín


Talavante sale en hombros de Las Ventas, el 8 de abril de 2007/Mundotoro.com

El Domingo de Resurrección de 2007, Alejandro Talavante salió en hombros de la plaza de toros de Las Ventas de Madrid. Él tenía entonces 19 años; yo también. Me he acordado de ello al verle hace unos días salir de nuevo en hombros de esa plaza, un poco más viejo y un poco más maduro, un poco más grande, pero con la misma sonrisa de ambición y felicidad que tenía entonces. Alejandro Talavante no lo sabe, pero aquel 8 de abril de 2007 me metió en un lío sensacional. ‘Sensacional’, esta vez, os juro que no es el adjetivo que encuentra alguien que no encuentra adjetivos para ‘grande’. Y en ese lío seguía, de hecho, cuando le vi triunfar en la plaza de Madrid el miércoles pasado. Ese lío se llama, básicamente, Mundotoro.com. Pero ésa es otra historia y, aunque merece ser escrita, todavía no estoy preparado para hacerlo.

Estaba pasando las vacaciones de Semana Santa en casa de mi abuela materna. Ésa casa es el único sitio donde yo había visto toros alguna vez y aquella tarde tocó. Yo no tenía ni la más remota idea de toros, y aunque lo he pensado muchas veces desde entonces, todavía no he descubierto por qué me quedé viendo la corrida. Tampoco merece la pena que me esfuerce en recordaros lo que vi, en cómo fue la actuación de Talavante, si tuvo hondura, temple, belleza. Para seros sincero, no me acuerdo. Y no porque hayan pasado cinco años: tampoco me acordaba al día siguiente. Lo que sí recordaba al día siguiente, y cinco años después, es que no pude dejar de mirar, que todo lo que hizo aquella tarde Talavante me pareció excelso, que cuando salió en hombros arropado por la multitud sentí que hubiese sido cósmicamente injusto que no ocurriese así. Recuerdo que me emocioné.

A partir de ese día, leí todo lo que cayó en mis manos sobre toros. Y cuidé de que fuese mucho lo que cayese. Llegado el verano, una oferta de trabajo, el atrevimiento juvenil y mis primeros meses trabajando dentro de ése mundo que, antes de esa tarde, solamente era una referencia distanciada. Había nacido mi pasión, que es un curioso animalito. Algunos de los lectores de este blog son manifiesta e inquebrantablemente antitaurinos: de ellos espero sólo que hayan llegado hasta esta línea, leyendo una historia. Otros son tan aficionados como les permiten su tiempo, su dinero y su curiosidad: espero que ellos se hayan sentido identificados con el texto, por haber vivido algo parecido en algún momento de su vida. También espero que no tuerzan (demasiado) el gesto ahora, cuando este Rincón respete su nombre y diga: el mundo del toro no respeta la pasión.

Soy consciente de que muchos habrán pedido, con urgencia y ademán aristocrático, las sales. Pero la frase no es para tanto. Colisiona, lo reconozco, con la versión oficial que se ha querido transmitir siempre de este orbe: un espacio temperamental, donde las pasiones son motor y consecuencia. Es posible que esto sea cierto en el caso de la mayoría de los toreros y la mayoría de los ganaderos. Pero no lo es en el caso de algunos aficionados, que tienden a responder al chispazo de pasión primero con la adquisición de una ‘afición’ ambigua que no es sino memoria agria y revenida. Memoria que no les corresponde ni por edad ni por espacio. Se les llena la boca de un ‘antes’ que no conocieron y poco a poco apagan el ardor con una jerga de iniciados. Ahora que los toros atraviesan su quinario, es momento de identificar sus enemigos: apunto que el aficionado pitagorín es uno de ellos.