Los trovadores, en la Edad Media y después, formaban
parte de la fauna de los caminos. Seres de vagabunda subsistencia, compartían
una especial vestimenta y una misión: ganarse la vida contando/cantando
historias. Sabedores de que el pensamiento viaja con más celeridad que la carne
y de que sus relatos, por eso, irían de boca en boca más rápido que sus piernas
por los senderos, trataban de ponerle coto a esta debilidad evidente de su
negocio y se aliaban con la sorpresa. No había dos historias iguales y bastaban
los pocos kilómetros que había entre una aldea y otra para que el protagonista
dejase de ser barbudo, para que la princesa se convirtiese repentinamente en
morena, para que triunfase el amor sobre la desgracia, o no. Los trovadores se
obligaban a una permanente creatividad. Y Dylan mostró el miércoles en Bilbao
que forma parte de su estirpe.
Lo hizo por vestimenta: pantalón claro, americana oscura
y un sombrero ligero, grácil, liviano, como de surcador de Missisippis en barco
de vapor y sin pasaje. Pero sobre todo por espíritu. A aquellos que conocen su
trayectoria les resultará ya familiar su vocación ‘tocapelotas’, su hacer
siempre lo contrario de lo que se espera de él, su estupor irónico frente a la
masa enfervorecida, su alergia a poner el talento pública y oficialmente al
servicio de una causa que no fuese la suya. Pero bajo la proa áurea del
Guggenheim, Bob Dylan dio un paso de esos que parecen pasos y son en realidad
salto, pirueta y cesura. Destruyó Shazam y sucedáneos, que giraban fracasados
por la explanada repleta, con un mensaje en las entrañas: ‘No hemos encontrado
coincidencias’. No hay nada como la lucidez de la derrota.
Porque era cierto: no hay coincidencias en la
irrepetibilidad. Dylan había decidido romper todas las brújulas contemporáneas
de la sabiduría instantánea. Se le esperaba viejo y bailó; se le esperaba
altanero y guiñó los ojos alguna que otra vez mientras tocaba el piano de lado;
se le esperaba lejano y se despidió con una reverencia. Incluso sus músicos lo
esperaban de una forma que no fue, y les cambiaba el orden de las canciones,
decía ‘ésa ahora no’ y les sonreía cabroncete, montado en su genialidad, como
diciendo ‘Cogedme’. A la “Leopard-Skin Pill-Box Hat” que abrió el concierto le
siguió “Man In The Long Black Coat”, transformada y maravillosa. “Things Have
Changed” fue la primera reconocible y le siguió “Tangled Up in Blue”, más amarga.
“Highway 61 Revisited” fue una vuelta a los orígenes, pero después de un largo
viaje: es decir, igual pero muy distinta.
Hubo
más, hasta llenar dos horas: “Can’t Wait”, “Thunder on The Mountain”, “Summer
Days”, “All Along The Watchtower”… Pero, sobre todo, “Ballad
Of a Thin Man”, pulmonar, entrecortada, bullente y oscura, o “Like a Rolling
Stone”, una cápsula de euforia triste. Después de eso, Dylan se marchó pero los
aplausos le devolvieron al escenario para interpretar una “Blowing In The Wind”
robusta de electricidad y melancolía. Lo mejor es que nada de todo esto hacía
falta. Medio siglo en la carretera y el estudio le dan a Dylan un bagaje excesivo
como para tener que tocar ni una sola coma, como para tener que mover ni una
sola fibra de su ancianidad irrelevante. Pero lo hace, y desprecia el rugir de
la masa, no precisa los coros de la gente. Prefiere, trovador, sonar sólo, que
no le siga sino el silencio que sigue a una buena historia.
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